lunes, 30 de enero de 2012

Rescatando la primavera negra.

1. El contexto: A veces, el robo de un libro se da cuando menos lo esperas. Cuando se conjugan las condiciones ideales (por una parte, la disposición de las estanterías, al alcance de la mano debido a que la biblioteca se ha trasladado provisionalmente a un lugar muy estrecho por motivos de remodelación; y por otra, el descuido del bibliotecario, quien ingenuamente supuso que una vez satisfecho mi pedido podía irse tranquilamente a coquetear con la secretaria en la oficina de al lado), cuando todo esto se reúne, como he dicho, y además, se es un bibliocleptómano incurable, resulta que no robar  se convierte en un crimen que no podemos darnos el lujo de cometer. 

2. La metafísica: La confirmación de que el universo estaba conspirando conmigo para este robo en particular llegó cuando, al acercarme a la estantería, descubrí que se trataba de aquella que contenía las novelas en inglés que la universidad había adquirido para la Escuela de Lenguas. Pero esto no fue todo: el destino, como pronto veremos, también estuvo presente. No mentiré, no fue el primer libro sobre el que cayeron mis ojos, pero sí el segundo. Se trataba de Primavera negra de Henry Miller. ¿En dónde he visto la mano del destino? Pues en el hecho de que me encuentre leyendo El coloso de Marusi, también de Miller. ¿No es suficiente? ¿Son puras coincidencias? A mi me basta. Hace poco, conversando con un amigo que tuvo la mala suerte de iniciarse en Miller con la lectura de Sexus, concluimos que  los únicos libros de este autor que valían la pena ser leídos eran aquellos en los que el sexo no era el tema predominante, es decir, precisamente El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy y Primavera negra. Si hay un dios de los libros (si no lo hay debemos inventar uno inmediatamente), su divina voluntad quiso que se perpetre este robo, de eso no me cabe ninguna duda. 

3. La descripción del objeto: Se trata de una edición de bolsillo, de tapas suaves de color azul marino y letras grises, de la editorial Grove Press, sumamente maltratada. Una breve inspección de sus páginas me permite colegir que quien la maltrató no fue un estudiante de mi universidad, sino más bien la gente que la leyó antes de que fuera donada por el servicio cultural e informativo de la embajada de los Estados Unidos. Hay frases subrayadas y palabras encerradas en círculos, todo con lápiz, pero estas flagelaciones (que denotan a un estudiante de idiomas tratando de comprender, buscando estructuras gramaticales y aquellas palabras que no entiende) no van más allá de la página 5. 

El ejemplar en cuestión está mucho más maltratado que este, pero  igual
pongo una foto de la edición para que la descripción tenga un sustento más visual. 


4. Justificación: En todo el tiempo que este libro llevaba en mi universidad, no fue sacado de la biblioteca más de una vez. En el argot de los ladrones de libros solemos decir que en un caso como este, el libro estaba pidiendo a gritos que se lo llevasen. El libro no existe hasta que no lo lean, ese es un hecho indiscutible. Los más ortodoxos consideran que es incorrecto robar en una biblioteca, pues se trata de un lugar en el que los libros están para ser leídos gratuitamente por quienes lo deseen, y que al llevarnos uno estamos negándole ese libro a muchos otros lectores potenciales. Permítanme reírme de los ortodoxos. Seamos realistas: este libro ha sido rescatado de un polvoriento y desolador olvido. 



martes, 24 de enero de 2012

Carmen Boullosa entrevista a Roberto Bolaño.

Explicaré cómo llegué a esta entrevista: estaba leyendo El secreto del mal, de Roberto Bolaño. Llegué al cuento titulado Sabios de Sodoma y me encontré con una dedicatoria que ponía "para Celina Manzoni". Me interesé por conocer algo más de la persona a quien Bolaño dedicaba este cuento y me encontré con un libro de la misma titulado Roberto Bolaño: la escritura como tauromaquia. Se trata de una serie de ensayos y artículos que aluden a la obra del chileno, escritos por algunos de sus (amigos) contemporáneos, entre los que figuran Juan Villoro, Roberto Brodsky, Enrique Vila-Matas, Ignacio Echevarría y la misma Manzoni. Es en este texto en donde se encuentra incluida la entrevista que Boullosa le hiciera poco después de la obtención del Premio Rómulo Gallegos. A continuación la transcribo para los fieles lectores de Bolaño.




Roberto Bolaño forma parte del más selecto grupo de grandes novelistas hispanoamericanos. El Chile del golpe militar, la ciudad de México de los setentas y la primera juventud de atrabancados poetas son algunos de los escenarios recurrentes en sus narraciones, pero tratan también de otros temas: el lecho de muerte de César Vallejo, las miserias de los autores no reconocidos y situaciones y lugares más periféricos. Nacido en Chile, vivió su adolescencia en México y se mudó a España desde fines de los setentas. Como poeta, fundó con Mario Santiago el Infrarrealismo. En 1999 ganó el Premio Rómulo Gallegos que en otras fechas obtuvieron García Márquez y Mario Vargas Llosa, por su novela Los detectives salvajes, con la que también obtuvo el prestigioso Premio Herralde.

Escritor fecundo, animal literario sin concesiones, en él se cumplen felizmente los dos instintos primarios del novelista: la atracción por los hechos, y el deseo de corregirlos, de señalar en ellos el error. De México ha obtenido un paraíso mítico, de Chile el infierno de lo real, y desde Blanes, donde vive y escribe, hace purgar a ambos sus pecados. Ningún otro novelista ha sabido estar a la altura de la compleja macrópolis en que se ha convertido la Ciudad de México. Ningún otro tampoco ha visitado el horror del golpe de Estado en Chile y la Guerra Sucia con una escritura tan inteligente y mordaz. 

La plática aquí transcrita se llevó a cabo en la pantalla, entre Blanes y la Ciudad de México.

Carmen Boullosa: En Hispanoamérica, hay dos tradiciones literarias latinoamericanas que el consenso lector quiere ver como antitéticas, opuestas o francamente enemigas: la fantástica (Bioy Casares, el mejor Cortázar), y la realista (Vargas Llosa, Teresa de la Parra). También hay una superstición que quiere focalizar geográficamente al sur como un polo de fantasía, y al norte latinoamericano como un centro de realismo. Desde mi punto de vista, tú cosechas de las dos vertientes: tus novelas y narraciones son invención (fantasía), y son espejo crítico, mordaz ("realista"), de la realidad. Y yo diría, si me apego a las supersticiones, que esto se debe a que tú has vivido en las dos orillas de Latinoamérica, en Chile y en México. En las dos orillas te formaste. ¿La idea te repele, o puedes apegarte en alguna medida a ella? -Si te soy franca, a mí un costado de la idea me ilumina, pero el otro me repugna: la literatura mejor, la superior (incluyendo a Bioy y a su antípoda Vargas Llosa) tiene siempre de las dos vertientes (pues la fantasía no es sólo contar hechos fantásticos, sino utilizar la imaginación), y hay un deseo de encasillar, desde la mirada del norte, a la literatura latinoamericana como la madre de sólo una de éstas. 

Roberto Bolaño: Yo creía que era el sur, si entendemos por sur los países del llamado Cono Sur, los realistas, y los del centro y norte de Latinoamérica los fantásticos, si hemos de hacer caso a esas compartimentaciones, a las que nunca, de ninguna manera, tiene uno que hacer caso. La literatura latinoamericana del siglo XX, y probablemente también suceda lo mismo con la del siglo XXI, al menos durante los primeros treinta años del siglo XXI, se ha movido por impulsos de imitación y rechazo. Y por regla general el hombre siempre imita o rechaza los grandes monumentos, nunca las pequeñas joyas casi invisibles. Escritores que hayan cultivado el género fantástico, en el sentido más estricto, tenemos muy pocos, por no decir ninguno, entre otras cosas porque el subdesarrollo no permite la literatura de género. El subdesarrollo sólo permite la obra mayor. La obra menor es, en el paisaje monótono y apocalíptico, un lujo inalcanzable. Por supuesto, esto no significa que nuestra literatura esté repleta de obras mayores, más bien al contrario, sino que el impulso inicial sólo permite esas expectativas, que luego la misma realidad que las ha propiciado se encarga de truncar de diferentes formas. Creo que sólo hay dos países, con auténtica tradición literaria, que son Argentina y México, que a veces se sustraen de este destino. Acerca de mi obra, no sé qué decirte. Supongo que es realista. A mí me gustaría ser un escritor fantástico, como Philip K. Dick, aunque a medida que pasan los años y me hago más viejo Dick me parece, también, cada vez más realista. En el fondo, y en esto creo que estarás de acuerdo conmigo, la cuestión no reside allí sino en el lenguaje y en las estructuras, en la forma de mirar. Ah, y no tenía idea de que te gustara tanto Teresa de la Parra. En Venezuela me hablaron mucho de ella. Por supuesto, yo jamás la he leído. 

C.B.: Teresa de la Parra es una de las grandes, o de los grandes, y en cuanto la leas estarás de acuerdo conmigo. Tu respuesta en todos sentidos me ratifica que la electricidad que corre en el mundo literario hispanoamericano es bastante excéntrica. No quiero llamarla raquítica, porque de pronto suelta descargas que sí incendian un extremo al otro, pero es muy de vez en vez. Ni coincidimos en creer como cierto lo que yo consideraba un canon, ni llegó a ti antes Teresa de la Parra, tuviste que esperar a viajar a Venezuela para escuchar decir que era una de nuestros clásicos. Toda división es por supuesto arbitraria. Pensé en el Sur (el Cono Sur, y en Argentina), pensé en el trío Cortázar, Silvina Ocampo, Bioy y Borges (cuando uno cuenta autores así, debe no respetar los números: todos cuentan más que uno, por lo tanto uno es en ellos realmente ninguno), pensé en La última tiniebla de la Bombal. Es extraño, pero sólo pensaba yo en los cuentos de Cortázar, los de Bioy, los de Borges, la Bombal con esa pequeña novela, un poco temblorosa, que no sé si ganó su prestigio más por el camino del escándalo -cuando asesinó al ex amante-, Silvina con sus cuentos delirantes. Ponía al Norte a Vargas Llosa y a la gran Teresa de la Parra. Pero la cosa se complica, porque más al norte que da Rulfo y la Garro de Un hogar sólido y Los recuerdos del porvenir

R.B.: Toda división es arbitraria; no hay realismo sin fantasía, y a la inversa. 

C.B.: En tus cuentos y novelas (tal vez también en tus poemas), el lector puede rastrear los ajustes de cuentas y los homenajes con que levantas buena parte del edificio narrativo. No diría yo que son novelas en clave, sino que tal vez la clave de tu química narrativa está en la mezcla del odio y el amor hacia los hechos. ¿Cómo trabaja la mezcladora Bolaño? ¿Existe?

R.B.: No creo que haya más ajustes de cuentas en mis páginas que las de cualquier otro autor. Cuando escribo, insisto en esto a riesgo de parecer pedante (que por otra parte es probable que lo sea), lo único que me interesa es la escritura,es decir la forma, el ritmo, el argumento. Me río de algunas actitudes, de algunas personas, de ciertos quehaceres y de ciertas gravedades porque simplemente ante tamaños despropósitos, ante tamaños pavos hinchados no queda más remedio que reírse. Toda literatura, de alguna manera, es política. Quiero decir: es reflexión política y es planificación política. El primer postulado alude a la realidad, a esa pesadilla o a ese sueño bienhechor que llamamos realidad y que concluye, en ambos casos, con la muerte y con la abolición no sólo de la literatura sino del tiempo. El segundo postulado alude a las briznas que perviven, a la continuidad, a la sensatez, aunque, por supuesto, sepamos que en términos humanos, en una medida humana, la continuidad es una entelequia y la sensatez sólo una frágil verja que nos impide desbarrancarnos en el abismo. En fin, no hagas caso de nada de lo que acabo de decir. Supongo que uno escribe por delicadeza y ya está. ¿Tú por qué escribes? Mejor no me lo digas, seguro que tu respuesta es más elocuente y convincente que la mía. 

C.B.: No, no te lo digo, y no porque mi respuesta pueda ser en ninguna medida más convincente, pero lo que no puedo quedarme guardado es decirte que, si por algo no escribo, es por delicadeza. Para mí escribir es más bien sumergirse en una zona de guerra: rebanar vientres, lidiar con los residuos de los cadáveres, y luego intentar dejar vivible, bien vivito y coleando, al campo de batalla. Y eso que llamas tú "ajuste de cuentas" me parece mucho más fiero en tu obra que en la de muchos otros autores latinoamericanos. Lo que llamas "risa" ("me río", dices) es desde mis ojos de lectora una acción corrosiva, mucho más que un gesto: es la demolición. La maquinaria novelística funciona de la manera más clásica en tus libros: una fábula, una ficción convence al lector al mismo tiempo que lo hace cómplice de la demolición de aquello que el novelista re-cuenta con extrema fidelidad, utilizándolo como el telón de fondo (y la puesta en juicio) de su relato. Pero dejemos eso. Nadie que te haya leído podría desconfiar de tu fe en la escritura ("lo único que me interesa es la escritura, es decir la forma, el ritmo, el argumento"). Es evidente, es obvio y es sin duda tu imán primero ante el lector. El que quiera buscar otra cosa que no sea escritura en un libro, la pertenencia, por ejemplo, la certeza de ser parte de un club, la congregación, no se sentirá bien con tus novelas o cuentos. Como tampoco ante el Quijote, o ante Borges, o ante otros grandes de la lengua. Como lectora, jamás quiero exigirte ser juez o testigo. No quiero leer en ti la historia, la memoria de éste o aquel pasaje del pasado más o menos reciente de uno y otro rincón. De cualquier manera, afino mi provocación: pocos autores saben flirtear tan bien con pasajes concretos que podrían ser naturalezas muertas en autores "realistas" (si la etiqueta existe, usémosla por no dejar la convención), y pocos saben ser tan crueles, tan sarcásticos. Pero dejemos de lado eso. Quiero insistir en algo que no he sabido formularte: si perteneces a una tradición, ¿cómo la llamarías? ¿Dónde tiene las raíces tu árbol genealógico y hacia dónde corren sus ramas?

R.B.: La verdad es que no creo demasiado en la escritura. Empezando por la mía. Ser escritor es agradable, no, agradable no es la palabra, es una actividad que no carece de momentos muy divertidos, pero conozco otras actividades aún más divertidas, divertidas en el sentido en que para mí es divertida la literatura. Ser atracador de bancos, por ejemplo. O director de cine. O gigoló. O ser niño otra vez y jugar en un equipo de fútbol más o menos apocalíptico. Desafortunadamente el niño crece, al atracador lo matan, el director se queda sin dinero y el gigoló enferma y entonces ya no te queda más alternativa que escribir. Uso la palabra escribir como antónimo de esperar. No hay espera, hay escritura. En fin, es muy probable que me equivoque y la escritura también sea otra forma de esperar, de dilación. Me gustaría creer que no. Pero ya te digo, es muy probable que esté equivocado. Sobre mi canon, no sé, el de todos, a mí hasta me da vergüenza decirlo de tan obvio que es. Aldana, Marnique, Cervantes, los cronistas de Indias, Sor Juana, Fray Servando, Teresa de Mier, Pedro Henríquez Ureña, Rubén Darío, Alfonso Reyes, Borges, por nombrar sólo unos pocos y sin salir del territorio de nuestra lengua. Por supuesto, a mí me gustaría tener un pasado literario, una tradición, muy corta en el tiempo, en donde sólo cupieran dos, tal vez tres escritores (y puede que ningún libro), una tradición amnésica y relampagueante, pero por un lado siento un pudor excesivo con respecto a mi propia obra y por otro lado he leído demasiado (y ha habido muchos libros que me hicieron feliz) como para permitirme incurrir en tamaña barbaridad. 

C.B.: ¿Y no te parece arbitrario hacer tus padres literarios con autores exclusivamente de tu lengua? ¿O te insertas en una tradición hispana, como un caudal aparte de la literatura en otras lenguas? Si gran parte de la literatura hispanoamericana (sobre todo la prosa) está siempre en diálogo con las de otras tradiciones, me da la impresión de que esto es doblemente cierto en tu obra. 

R.B.: He nombrado autores en español, únicamente para acortar el canon. Por supuesto, no soy de esos monstruos nacionalistas que sólo leen lo que produce el terruño. Me interesa la literatura francesa, la lucha de Pascal, que siempre intuyó su muerte, contra la melancolía, me parece, ahora más que nunca, admirable. O la ingenuidad adánica de Fourier. O toda esa prosa, generalmente anónima, de autores galantes, mitad constumbristas y mitad anatomistas y que, de algún modo, desemboca en la caverna interminable que es el marqués de Sade. También me interesa la literatura norteamericana del ochocientos, sobre todo Twain y Melville, y la poesía de Emily Dickinson y Whitman. Cuando era adolescente hubo una época en que sólo leía a Poe. En fin, me interesa y creo que conozco un poco de toda la literatura occidental.

C.B.: ¿Sólo leías a Poe? Tengo la impresión de que hubo un muy contagioso virus poísta en nuestra generación, que ese escritor nos sentaba a la maravilla, fue en un momento un impronunciado Morrison, y puedo muy bien imaginarte adolescente e infectado. Pero entonces te imagino poeta, y ahora quiero saltar a tus narraciones. ¿Tú escoges tus tramas, o las tramas te persiguen a ti? ¿Cómo es la elección -si la hay- o cómo ves la persecución -si la hay? ¿Y si no hay elección ni persecución, qué es lo que ocurre? ¿El maestro de marxismo de Pinochet, y respetadísimo crítico literario chileno bautizado por ti como Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote y crítico literario, miembro del Opus Dei, o el curandero discípulo de Mesmer, o los adolescentes de Los detectives salvajes, todos ellos con algún correspondiente histórico, por qué?

R.B.: Sí, es un asunto raro lo de las tramas. Creo, con todas las reservas del caso, que en determinado momento las historias te escogen y no te dejan en paz. Afortunadamente esto no es muy importante, pues la forma, la estructura, siempre te pertenece a ti, y sin forma ni estructura no hay libro, o en la mayoría de los casos así sucede. Digamos que la historia y la trama surgen del azar, pertenecen al reino del azar, es decir al caos, al desorden, o a ese territorio permanentemente perturbado que algunos llaman apocalíptico. La forma, por el contrario, es una elección regida por la inteligencia, la astucia, la voluntad, el silencio, las armas de Ulises en su lucha contra la muerte. La forma busca el artificio, la historia el precipicio. O para decirlo utilizando una metáfora del campo chileno (muy mala, como verás): a mí no me disgustan los precipicios, pero prefiero observarlos desde un puente. 

C.B.: A las mujeres narradoras nos fastidian siempre con esta pregunta, que no resisto la tentación de sorrajártela, así sea sólo porque de tanto oír que me la han infligido se me hace una inevitable aunque no grata costumbre: ¿cuánto hay de autobiografía en tus novelas y cuentos? ¿Cuánto de autorretrato?

R.B.: De autorretrato muy poco. Un autorretrato exige una cierta voluntad, un ego que se mira y remira, un interés manifiesto por lo que uno es o ha sido. La literatura está llena de autobiografías, algunas muy buenas, pero los autorretratos suelen ser muy malos, incluso los autorretratos poéticos, que a simple vista parece una disciplina literaria más apta para el autorretrato que la narrativa. ¿Si mi obra es autobiográfica? En cierto sentido, ¿cómo podría no serlo? Toda obra, incluida la épica, en algún momento es autobiográfica. En La Ilíada estamos contemplando el destino de dos alianzas, de una ciudad, de dos ejércitos, pero también estamos contemplando el destino de Aquiles y el de Príamo y el de Héctor, y todos esos personajes, esas voces de individuos, reflejan la voz, la soledad del autor. 

C.B.: Cuando éramos poetas jóvenes, adolescentes, y compartíamos una misma ciudad (la México de los setentas), tú eras el líder de un grupo de poetas, los infrarrealistas, que has convertido en mito en tu novela Los detectives salvajes. Háblanos un poco de los infrarrealistas, de la poesía para los infrarrealistas, de la ciudad de México para los infrarrealistas. 

R.B.: El infrarrealismo fue una especie de Dadá a la mexicana. En algún momento hubo mucha gente, no sólo poetas, sino pintores y sobre todo vagos y ociosos, que se consideraron a sí mismos como infrarrealistas, pero en realidad el grupo sólo lo integrábamos dos personas, Mario Santiago y yo. Ambos nos vinimos a Europa en 1977. Después de algunas aventuras desastrosas, una noche en la estación de trenes de Port Vendres, en el Rosellón, muy cerca de Perpignan y de la estación de trenes de Perpignan, decidimos que el grupo como tal se había acabado. 

C.B.: Se acabaría para ustedes, pero en nuestra memoria quedó muy vivo. Eran el terror del mundo literario. Yo entonces formaba parte de los solemnes (mi mundo estaba tan desarticulado y sin columna que me era imprescindible asirme a algo rígido), me gustaban los formularios de lecturas de poesía, cócteles, esas cosas absurdas llenas de códigos que de alguna manera me sujetaban, y ustedes eran los terroristas también de estos formularios. Antes de comenzar mi primera lectura de poemas, en la Librería Gandhi, en el remoto año de 1974, me encomendé a Dios -en quien no creía por lo regular, pero a quien tenía que pedírselo- para que por favor no fueran a aparecer los infras. Pasé la noche anterior con urticaria en la cara, una dermatitis nerviosa, con la que me convencí de que no podría dar la lectura: me vi al espejo, por ahí de las 4 de la mañana, y tenía alrededor de mi boca unos falsos labios enormes, rojos, rojos, de payaso. Me daba horror leer en público -me parecía que eso era verdaderamente de payasos-, pero al temor de la tímida se pegaba el pánico del ridículo: los infras podrían aparecer, irrumpir a media sesión y llamarme tonta (que vaya que lo era, no había entonces conseguido armar un poema decente, por más que los 'sintiera' a todos muchos, o que los laborara como una loca, nomás no daba aún en el clavo). Ustedes estaban ahí para convencer al medio literario de que no podíamos tomarnos en serio con lo que no era legítimamente serio, que en la poesía -desdiciendo el dicho chileno- de lo que se trataba era precisamente de aventarse a precipicios. Vuelvo al Bolaño ya con obra, y dejo atrás al terrorista de las buenas costumbres: Tú eres un narrador narrativo -no imagino a nadie calificando a tus novelas de 'novelas líricas'-, y eres también un poeta, un poeta activo. ¿Cómo concilias estos dos oficios?

R.B.: Nicanor Parra dice que la buena novela está escrita en endecasílabos. Bueno, Harold Bloom dice que la mejor poesía del siglo XX está escrita en prosa. Yo me quedo con ambos. Por otra parte me cuesta un poco -qué más quisiera yo- considerarme un poeta activo. Entiendo como activo al que escribe poemas. Los últimos que yo hice te los envié a ti y me temo que eran malísimos, aunque por supuesto tú me mentiste con gran consideración y delicadeza. No sé. Algo pasa con la poesía. Lo importante, en cualquier caso, es que sigo leyéndola. Es más importante eso que escribirla, ¿no? En realidad leer siempre es más importante que escribir. 

C.B.: Por mi parte, me adhiero a la aseveración última de esta charla con Roberto Bolaño (y desmiento que tenga poemas malísimos): leer es más importante que escribir. Leer, por ejemplo a Roberto Bolaño. Si alguien cree que la literatura hispanoamericana no pasa por un momento de esplendor, basta pasar por sus páginas para caer en desmentido. Con Bolaño, la literatura, esa inexplicable hermosa bomba que detona y destruyendo construye, se siente orgullosa ante uno de sus mejores nacidos. 

"Bolaño", de Alexandra Zamorano, 1998.

viernes, 20 de enero de 2012

Encuentro con el Pájaro.

—¡Buenos días, señor Pájaro! 
Hola, ¿cómo te va? 
Ahí, en medio de unos trámites burocráticos, usted sabe como son las cosas en este país. 
Claro, claro. 
No estaba seguro de si usted era usted. Es un gusto enorme conocerle en persona. Soy un gran admirador de su obra. Lo leo semana tras semana en El Universo, cada mes en Mundo Diners y he leído un par de sus libros y los he disfrutado mucho. 
Gracias m'hijo. 
¿Puede firmarme un autógrafo? Por aquí tengo un esfero y... Sí, y esta agenda. 
Con gusto m'hijo. ¿Para quién te lo firmo? 
Andrés Borja, gracias. 
—¿No serás, por si acaso, nieto del narizón? 
No, no.
—Bueno, veamos... Con afecto, para... Andrés... en nuestro encuentro... casual... y fortuito. Pájaro Febres Cordero. Ya está, aquí tienes.
Muchísimas gracias, señor Pájaro. ¿Puedo decirle Pájaro? 
Por supuesto, m'hijo.
Bueno, entonces ¡que le vaya bien señor Pájaro! 
—¡Y que te vaya bien también, m'hijo! ¡Suerte con la burocracia y cuidaráste del excelentísimo señor presidente de la República!




Nota aclaratoria: Este encuentro ocurrió sólo en la imaginación del autor, mientras el mismo observaba, absorto, al Pájaro Febres Cordero sacar plata de un cajero automático. Mientras el cerebro del autor construía este diálogo ideal (cambiando una y otra vez la frase inicial), el Pájaro guardaba su tarjeta de débito en su billetera y se alejaba del cajero acompañado de su señora esposa. La incapacidad del autor para reaccionar adecuada y oportunamente, llevando a la realidad su fantasía, se debe sobre todo a su extrema timidez y a su tendencia a sobrepensar todo antes de actuar. El autor se arrepentirá y se culpará por este fracaso hasta el final de sus días. 




viernes, 6 de enero de 2012

El mal de Vila-Matas.

"Les mains de Paul Arma", foto de André Kertész.
Aparece en la portada de El mal de Montano, Editorial Anagrama, Colección Compactos.

Leer a Vila-Matas me está llegando a la cabeza. Eso por buscar culpables. Escribir en un blog suele servir para deshacerse de una obsesión; el acto de escribir es en sí mismo la purga de una idea que se ha vuelto omnipresente y que no nos deja vivir en paz, atormentándonos. Bien, el asunto es el siguiente: hasta hace un tiempo no tenía ningún problema en ser invadido por este tipo de ideas -hasta se podría decir que vivir con ellas se había vuelto mi estilo de vida- y un blog (alguna vez un cuento) era el espacio más adecuado para librarse de ellas. Sin embargo, de un tiempo a esta parte (hará un mes, según mis cálculos), siento que de pronto estas ideas ya no me visitan. Probablemente sí me visiten, pero yo ya no soy capaz de obsesionarme con ellas, lo que las vuelve inocuas. Sin ideas invasoras apremiantes, sin capacidad para dejar que me envuelvan y me absorban, no puedo escribir más; simplemente no tengo sobre qué escribir. 

¿Por qué me preocupa haber perdido esta capacidad, que bien podría ser considerada una maldición? Ser asaltado por ideas que no le dejan a uno en paz -que ocupan todos sus pensamientos y alteran su percepción de la realidad- no parecería demasiado deseable. Es, a primera vista, una condición incapacitante. Pero no para mí (But not for me, que diría Chet Baker, favorito de Vila-Matas). Yo necesito de estas ideas no sólo para escribir (escribir, por lo demás, es un proceso secundario), sino para vivir, para dotar de sentido a los días. Mi nuevo estilo se ha vuelto exasperante: me levanto muy tarde, lo más tarde posible, y me paso el resto del día deambulando por la casa sin poder pensar en nada, sin fijar mi atención en nada, ni siquiera en mí mismo. Leo un par de horas, veo una o dos películas, navego por la red. Nada en mis lecturas, ni en las películas, ni en Internet me atrapa, ergo no tengo nada para escribir.

Quiero pensar que se trata de un estado pasajero, una fase que se mantiene debido a determinadas circunstancias, pero es más fácil pensar que todo esto no es más que una nueva idea obsesiva -sobre mi incapacidad para obsesionarme- y que mientras no escriba al respecto no me curaré y no me libraré de sus efectos paralizantes. Paralizantes porque esta situación me ha convertido en lo que Vila-Matas llama un "ágrafo trágico". No sé si la condición se pueda comparar al clásico "bloqueo del escritor". El asunto es que nada me atormenta, ningún tema me persigue ni me compele a sentarme y traducirlo en palabras, en ideas vagas que lo distorsionen pero lo asienten y de esta forma librarme de él. Ninguno excepto este. Es decir, el hecho de que ningún tema me obsesione. Obsesionarse con respecto a una incapacidad para obsesionarse. No tengo remedio.

Todo esto es muy Vila-Matas y por eso le he hechado la culpa. Estoy por terminar de leer "El mal de Montano", la metanovela del escritor barcelonés, ganadora del Premio Herralde en 2002. La he llamado metanovela porque además del clásico cruce de géneros vilamatiano (pasamos por el diario íntimo, el ensayo literario, la autoficción, y otros, inclasificables), en esta ocasión se habla, a partir del segundo capítulo, sobre la misma escritura de la novela: sobre su proceso, sus razones de ser, las circunstancias que inspiraron ciertos párrafos, las consecuencias de los mismos, todo sobre la marcha, y es esta descripción la que compone la trama fundamental (si es que se puede decir que hay una trama). Nunca estamos del todo seguros de quién es el autor, pues muta incesantemente a lo largo de la novela y nos revela que lo que contó en el capítulo anterior era ficción (y lo mismo capítulo tras capítulo). Lo único que se mantiene intacto es su enfermedad, el mal de Montano, la cual se puede definir como la condición en la cual un individuo está enfermo de literatura. Onetti la llamó literatosis. Gabriel Ferrater dijo que quienes la sufrían se llaman letraheridos. Y probabemente haya recibido más nombres a lo largo de la histroria. Vila-Matas siente que está enfermo de literatura y por eso escribe esta novela, en la que descarga y agota el tema para intentar curarse. Lo lamentable de esta condición es que escribir -único recurso al alcance de quienes la sufren- sólo sirve para empeorar los síntomas. 

El mal de Montano es todo lo contrario al mal de Bartleby, abordado en otra novela de Vila-Matas, y que consiste en la incapacidad de un escritor para seguir escribiendo, una renuncia a la literatura que a veces es voluntaria y que obedece a motivos que por lo general son elevados (por ejemplo, considerar que ya todo lo que valía la pena ser escrito ha sido escrito). Yo no sufro de ninguno de los dos, no de momento. Sufro de otra condición que llamaré el mal de Vila-Matas. Y no porque Enrique sea ejemplo ni culpable directo de lo que me sucede, sino por simple capricho y porque suena bien. Está bien, no sólo por eso. Quizás es porque sus obsesiones se están volviendo mis obsesiones; mis únicas obsesiones. Quizás es porque desde que lo leo, me voy apropiando de sus ideas y de su estilo, lo voy incorporando a mí y eso me permite escribir, aunque sólo sea sobre mi incapacidad para escribir. Aunque sólo sea sobre mi obsesión de no poder obsesionarme.