jueves, 11 de diciembre de 2014

"Mason & Dixon", de Thomas Pynchon.



     Volví a Pynchon como quien vuelve a probar una droga querida cuyos efectos conoce bien y disfruta de sumergirse en ellos de vez en cuando, como para experimentar la realidad de otra forma, aunque solo sea mientras duran. Y aunque la experiencia fue similar a las anteriores (empecé fumando la ligera pero exquisita "La subasta del lote 49" y poco después me creí listo para arriesgarme con la mucho más hardcore "El arco iris de gravedad"), tuvo una particularidad que al principio me sorprendió, porque pensé que me habían estafado. Suficiente con las metáforas drogadictas. 

     Estamos en el siglo XVIII, la Era de la Razón; la Ilustración está metida en todos los rincones, la ciencia está naciendo y está tratando de abarcarlo todo con sus explicaciones. Newton, Halley, Hooke y todos esos hombres que cambiaron la historia de la ciencia... acaban de hacerlo. De esta esquina tenemos a Charles Mason, un astrónomo de segundo orden, melancólico, apenado por la reciente muerte de su Rebekah. De la otra está Jeremiah Dixon, agrimensor, un tipo alegre que contrasta muy bien con quien se convertirá en su compañero de trabajo y aventuras. La Royal Society (o eso quieren que creamos: con Pynchon nunca sabes quién está detrás de los hilos que mueven los destinos de sus personajes) los contrata para observar el tránsito de Venus desde Santa Elena, África, en el año 1761, como parte del equipo británico en la primera gran empresa científica a nivel internacional. Pero esta es solo una prueba para la verdadera misión que cambiaría la vida de los protagonistas y los catapultaría a la historia. 

     Esa misión se desarrollará en América, en donde deberán trazar una línea divisoria entre los estados —entonces colonias británicas— de Maryland y Pennsylvania. La aventura, que se desarrolla a lo largo de cuatro años, ocupa el grueso del libro, con todas las locuras que solo la imaginación de Pynchon puede aportar a un hecho histórico que, por lo demás, podría pensarse aburrido hasta el hartazgo. Un perro sabio que habla, la pata autómata de Vaucanson que adquiere vida propia y se convierte en la primera forma de inteligencia artificial, una huerta con verduras del tamaño de casas, relojes que mantienen conversaciones respecto a sus destinos, apariciones de algunos padres fundadores como Washington y Franklin en situaciones hilarantes, golems gigantes, fantasmas aterradores y otros más bien amigables, entre otras tantas ocurrencias, todo esto mientras los héroes avanzan hacia el misterioso, peligroso e inexplorado oeste, en contra de su voluntad y solo por amor a la ciencia.



     La línea que trazan terminará convirtiéndose —sin que ellos lo sepan— en el límite entre los estados unionistas del norte y los confederados del sur, la división entre los esclavistas y los abolicionistas que más tarde se enfrentarán en la Guerra de Secesión; la esclavitud y otros temas políticos, éticos y hasta teológicos son tratados con maestría en medio de todas las locuras que suceden. Así que Pynchon usa una historia casi olvidada y sin trascendencia para darnos clases de historia americana, astronomía, geología, agrimensura, diplomacia y hasta magia y espiritismo. Dije al inicio que al empezar a leer el libro me llevé una sorpresa. Era el mismo Pynchon de siempre pero narraba con una voz que no le conocía. Desde luego, me había olvidado que el muy genio, para lograr un efecto total en sus novelas, se mete completamente en la época en la que suceden sus historias, y ¿cómo contar una historia del siglo XVIII si no es usando el lenguaje de entonces? Una vez que te acostumbras estás de nuevo de la mano del viejo Pynchon, quien te hará reír a carcajadas como siempre mientras te enseña una cosa o dos. 

     Es una novela llena de ingenio y de pasión. Se disfruta todo el tiempo y no es tan oscura e intrincada como otras obras del autor, lo que no quiere decir que no sea demandante. No me lo esperaba, pero se convirtió en mi Pynchon favorito hasta el momento. Por ahora me desconecto de su frecuencia y vuelvo al sobrio y aburrido mundo real. Hasta la próxima dosis, Tom.



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