miércoles, 30 de noviembre de 2011

"¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?", de Raymond Carver.


Dos imágenes que recogen, a mi parecer, la esencia del libro de Carver. La de la izquierda es el famoso "Excursion into philosophy", de Edward Hopper. La de la derecha es de la representación teatral de algunos de los cuentos, adaptada y dirigida por Lisandro Penelas. 

Por fin he terminado el libro de cuentos de Raymond Carver. Me decidí un día: no fui a clases, busqué una cafetería, y tras tres americanos (habrían tenido que ser seis o más espressos, pero mi estómago ya no está para eso) concluí la lectura de las 22 historias que componen la primera colección de cuentos de Carver, escrita y reescrita a lo largo de quince años. Las etiquetas "realismo sucio" y "minimalismo" no alcanzan para definirla. Bienvenidos a los Estados Unidos de la gente común y su cotidianidad: los obreros, las camareras, los divorciados, los campesinos, los profesores, los fracasados. Aquí no hay héroes ni historias asombrosas; hay hombres y mujeres corrientes en medio de situaciones terriblemente comunes. Y a pesar de eso (o quizás precisamente por ello), estas pequeñas historias que son como instantáneas, como short cuts ("Short Cuts" es el título de una película basada en los cuentos de Carver), provocan en el lector una impresión fortísima. 

En mi caso, leer uno de estos cuentos era suficiente por un día, porque la conmoción que me causaban era difícil de borrar (a veces, incluso por semanas). Frustración, desesperanza, angustia, vacío, soledad (soledad aún cuando estamos con otros). Esas son algunas de las sensaciones que evocan estos relatos al finalizarlos, a lo mejor justamente por su carácter indeterminado: son cuentos sin final.

Hay elementos constantes en todos los cuentos, lo que crea la sensación de estar dentro de un mundo con sus propias reglas; el Estados Unidos de Carver es muy particular y las cosas suceden siempre de determinado modo. Los cigarrillos, el insomnio, las mujeres; elementos que se conjugan para acentuar cierta manera americana de concebir la existencia y que contextualizan todas las situaciones por las que los personajes atraviesan, dándoles ese halo carveriano de rutina, hastío y desaliento. No importa cuán nimio o irrelevante sea el "drama" que los protagonistas viven; al final siempre nos deja paralizados por la revelación que hace de nuestra condición: seres ridículos condenados a la soledad. 

Si tuviera que escoger (hacer un top-five, digamos), me quedo con estos cuentos [¡Alerta de spoiler!]:

  • ¿Es usted médico?
Una curiosa aventura entre dos desconocidos iniciada por un error al marcar un número telefónico.
  • ¿Qué hay en Alaska?
El par de matrimonios que se reúnen a fumar hachís y en medio de su "vuelo"  empiezan a revelarse sus conflictos, diferencias y deseos.
  • Póngase usted en mi lugar.
Un escritor y su esposa en medio de una situación en la que la tensión va creciendo de a poco. El final de este es espeluznante (no pude dormir después de leerlo).
  • Los patos.
El mejor ejemplo de la perfecta amalgama carveriana sencillez/profundidad.
  • ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
El cuento que da título al libro es sin duda el mejor.  El hundimiento de un hombre al enterarse de que su esposa le ha sido infiel hace algunos años; se va de su casa, se emborracha, pierde su dinero en apuestas y es asaltado, todo esto en una larga noche tras la cual regresa a su casa para encontrarse con su mujer, que sigue hablando sin callarse, como si no hubiera pasado nada, mientras él se da cuenta de que no sabe qué hacer y de que nunca lo ha sabido.

Carver es un cuentista de primera, no hay duda. Para quienes disfrutan del realismo y están dispuestos a enfrentarse con la crudeza de la vida (la vida sencilla y cotidiana) en una serie de relatos fragmentarios, Raymond Carver es su siguiente parada literaria. Me quedan pendientes sus otros libros de relatos, sobre todo "Tres rosas amarillas", que pienso leer pronto. 


"Carolina morning", de E. Hopper otra vez. Es la imagen usada en la portada de
la edición de Anagrama de "¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?".
Hopper y Carver van muy bien juntos: la representación de la otra cara del sueño
americano en ambos es genial por su sencillez y crudeza
(pero esta comparación merece una discusión aparte). 

sábado, 26 de noviembre de 2011

El germen desacreditado de "La literatura nazi en América".



Un buen amigo me ha pasado el link de un libro imposible de conseguir: "La sinagoga de los iconoclastas", de Juan Rodolfo Wilcock. Resulta ser un libro que no se consigue en las bibliotecas ni en las librerías de Ecuador y la única versión que mi amigo encontró en una pequeña librería independiente en Quito es de Editorial Anagrama (lo que equivale a decir que está fuera del alcance del bolsillo estudiantil promedio). Se trata de un libro que "evoca los retratos imaginarios de Marcel Schwob y los libros inventados de Borges", según la sinopsis de la edición de Anagrama (sigo con mi teoría de la conspiración: ¿será Jorge Herralde quien las escribe?). Son 36 vidas imaginadas de inventores, teóricos, sabios y demás. Gente impresionante que debió pasar a la historia pero que fue olvidada por la misma y rescatada por un estrambótico enciclopedista, tan estrambótico como los  personajes que reseña. 

Eso, por sí solo, lo hace un libro interesantísimo, pero hay más: Wilcock era de los autores favoritos de Bolaño y con una idea básica de la estructura y del estilo de "La sinagoga..." nos empezamos a dar cuenta de que, al parecer, estamos frente al germen inspirador de la primera novela publicada de Bolaño, "La literatura nazi en América". En esta empresa de leer a los favoritos y recomendados por Bolaño, me he acordado de una cita de Mallarmé que leí en algún blog y que decía algo así como que un solo buen libro debería bastarnos, puesto que a partir de él sus lectores se encargarían de componer todos los otros; o como yo la interpreté: basta con leer a un solo buen autor y descubrir lo que él leía, sus autores favoritos, para después empezar con lo que ellos leían y así, hasta haberlo leído todo (todo lo que vale la pena, claro).

En el blog Golosina Caníbal, el autor (un tal Matías) va subiendo, a medida que lee el libro de Wilcock, la reseña de cada personaje (o forma-de-vida, dependiendo de qué lado estén). Matías no merece menos que nuestras alabanzas y eternos agradecimientos. Seguro se va al cielo de los lectores (o al infierno de los editores, que es lo mismo). Me olvidaba, aquí el link: http://bit.ly/RD4Ii0

Andaba buscando lecturas para este fin de semana y esto me cayó del cielo (o del infierno, que como ya hemos visto, da lo mismo). A disfrutar.


jueves, 17 de noviembre de 2011

Del bluff cultural (y sus alrededores)*.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: 
Harold Bloom, J.M. Coetzee, Aldous Huxley y  Natalia Ginzburg. 



A los expertos en la obra de Archimboldi (en la primera parte de la novela cumbre de Roberto Bolaño, 2666) se les cuestiona en un momento de la trama: "[…] ¿hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro?"**. Pelletier, Morini, Espinoza y Norton son críticos literarios que han estudiado la obra de Benno von Archimboldi a fondo; conocen cada una de sus novelas, las han leído y releído incontables veces, han escrito al respecto y asisten a congresos internacionales de literatura en donde dan conferencias sobre la obra archimboldiana. Pero, ¿podrían proclamar, sin miedo a equivocarse, que conocen la obra del alemán? Ellos no son bluffers culturales. Ellos saben de lo que están hablando y tienen todo el derecho de hacerlo. Se han sumergido en la obra de su ídolo como pocos. Pero, ¿la conocen de verdad? La pregunta queda sin respuesta. El siguiente fragmento de la novela de Bolaño explica impecablemente los problemas de esta imposibilidad:

–A mí, por ejemplo, me apasiona la obra de Grosz –dijo indicando los dibujos de Grosz colgados de la pared–, ¿pero conozco realmente su obra? Sus historias me hacen reír, por momentos creo que Grosz las dibujó para que yo me riera, en ocasiones la risa se transforma en carcajadas, y las carcajadas en un ataque de hilaridad, pero una vez conocí a un crítico de arte a quien le gustaba Grosz, por supuesto, y que sin embargo se deprimía muchísimo cuando asistía a una retrospectiva de su obra o por motivos profesionales tenía que estudiar alguna tela o algún dibujo. Y esas depresiones o esos períodos de tristeza solían durarle semanas. Este crítico de arte era amigo mío, aunque nunca habíamos tocado el tema Grosz. Una vez, sin embargo, le dije lo que me pasaba. Al principio no se lo podía creer. Luego se puso a mover la cabeza de un lado a otro. Luego me miró de arriba abajo como si no me conociera. Yo pensé que se había vuelto loco. Él rompió su amistad conmigo para siempre. Hace poco me contaron que aún dice que yo no sé nada sobre Grosz y que mi gusto estético es similar al de una vaca. Bien, por mí puede decir lo que quiera. Yo me río con Grosz, él se deprime con Grosz, ¿pero quién conoce a Grosz realmente?***

La señora Bubis, autora del comentario anterior, tampoco es una bluffer cultural, o quizás lo es, pero admite su condición; se dá cuenta de que sus impresiones con respecto a la obra de determinado autor no son suficientes para declarar que la conoce. Hay una limitación fundamental en nuestro intento por interpretar el arte, y debemos admitirla. Hay un abismo (¿insalvable?) entre nosotros (como público) y el autor/artista. Pero seguimos alimentándonos de sus obras, y aunque objetivamente nunca lleguemos a conocerlas, en el estricto sentido del término, las disfrutamos igual. El problema está en pretender conocer dichas obras al hablar sobre ellas.

Usamos los nombres de autores de los que apenas sabemos eso, sus nombres, y a veces, solo a veces, un libro leído, una película vista una sola vez, un cuadro mirado de pasada, y nos declaramos expertos en su obra. Es verdad, no lo hacemos expresamente, pero sí de manera tácita al atrevernos a hablar o comentar dicha obra. No tenemos derecho. Quizás como críticos de arte (como el amigo de la señora Bubis) tengamos cierta licencia, un título y algunos estudios que nos avalan, que nos conceden ese derecho de manera oficial. En esa posición, uno tendría más derecho a hablar o comentar, pero el abismo sigue siendo abismo y no hay manera de reducir su vastedad.

Dos certezas: a) es tan fácil hablar de aquello que no conocemos. Y b) conocer una o dos obras de un autor equivale a no conocer nada. Pero como ya hemos visto, aun conociéndolas todas a cabalidad, seguimos sin conocer su obra realmente. (Esa podría ser una tercera certeza.) Sin embargo, hacerse pasar por conocedores de las obras de diversos autores es una práctica harto extendida hoy en día. En un intento por abofetear al adversario con nuestras referencias culturales, mencionamos cierto libro (o cuadro, o tema musical, o película, o cualquier forma de arte, realmente) y entonces nos sentimos vencedores. A veces, incluso citar es ya bluffear culturalmente, dependiendo de quién cite.

Tratar de escapar de esta condición de bluffers no es fácil. De hecho, es parte esencial del proceso de formación de un estudiante universitario (sobre todo en carreras sociales o vinculadas con las artes) o de un artista pecar de bluffing de vez en cuando, hasta alcanzar cierto nivel, cierto estatus. El ideal sería ir adquiriendo más bagaje cultural a medida que progresamos, absteniéndonos en lo posible de hablar u opinar de ciertos autores mientras no tengamos un conocimiento más o menos cabal y formado de su obra. Para algunas personas (los cultosos por naturaleza) esto significaría dejar de hablar en absoluto. Intentarlo es ponerse a prueba, un reto complicadísimo que requiere mucho esfuerzo y sobre todo autocontrol, pero es un ejercicio que nos vuelve más honestos, incluso con nosotros mismos, con respecto a aquello que conocemos.

Suficiente. No nos engañemos, el bluff cultural es inevitable, se da a todo nivel, en todo lugar. Internet está lleno de bluffing. Sin ir más lejos, ¿qué mejor muestra de bluffing cultural que un blog? Cuando detrás de la razón de ser de un blog se ocultan todavía deseos de exhibicionismo (adquiridos y amplificados en las redes sociales), todas sus entradas serán intentos por demostrar al mundo que el autor conoce sobre tal o cual tema. Y cuando los principales temas tratados en un blog hacen referencia al arte… Bueno, se entiende el punto, ¿no? Es probable que el bluff cultural sea un mal propio de la modernidad o de la posmodernidad; un sociólogo me podría ayudar a aclarar esta duda. De todas formas, está aquí, y aunque soy partícipe del mismo, no me canso de criticarlo.


*Quienes conozcan la obra de Julio Cortázar (aunque sea de manera somera) se darán cuenta del bluff que el título de esta entrada representa en sí mismo. 

**Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona: Editorial Anagrama, 2004; pp. 37 (los signos de interrogación son míos).

***Ibid. 

lunes, 14 de noviembre de 2011

Raymond Carver como Haijin.

"That's all we have, finally, the words, and they had better be the right ones."
-Raymond Carver

Me encontré esta inspiradora foto de Carver trabajando y me dieron ganas de seguir leyendo su libro de cuentos que me ha llevado ya tanto tiempo. Por una parte, admito que lo he descuidado, pero por otra, sostengo mi opinión de que en lo que se refiere a sus cuentos, es difícil leerlos uno inmediatamente después del otro, lo que hace imposible la lectura de un tirón. Como ya lo ha dicho alguien (probablemente Jorge Herralde, si es de verdad él mismo quien escribe las sinopsis en las contraportadas de los libros de su editorial), los cuentos de Carver son como un haiku. La analogía es fantástica y cualquiera que los lea estará de acuerdo. Hay en sus cuentos, más allá de la brevedad, la austeridad y la sencillez (no la simpleza), una profunda sensación de eternidad y de verdad; la certeza de que hemos presenciado una escena cotidiana que revelaba algo terrible y a la vez sublime sobre la condición humana y sobre la vida. En ese sentido, Herralde (o quien sea) tiene absoluta razón: son haikus escritos por el genial cuentista norteamericano que a pesar de no saberlo, y a lo mejor precisamente por ello, hacía de Haijin (escritor de haikus). 

"Estoy mirando la sopa, y estoy en la sopa."
-Raymond Carver

Imagino a Carver borracho, conduciendo un auto viejo por las carreteras estadounidenses. De pronto ve un perro atropellado, al lado del camino, y un niño que se ha detenido junto al mismo en su bicicleta. Ray se pregunta de dónde salió ese niño, qué hace en medio de la carretera, tan lejos del pueblo. No se detiene. Alcanza con su mano izquierda la botella que lleva debajo del asiento. Una botella de champaña barata envuelta en una bolsa de papel. Bebe dos tragos de ella y la vuelve a poner en su sitio. Tiene una idea para un nuevo cuento que nunca escribirá.


jueves, 10 de noviembre de 2011

Sobre el arte de robar libros.


Ya no hay duda: me he convertido en un bibliocleptómano. Cuando comencé, creí que sería algo de una sola vez, que robaría ese libro ("La vuelta a la historia en cincuenta frases" de Helge Hesse) y que mi carrera como ladrón cultoso terminaría. No fue así. Ya no puedo entrar a una librería sin empezar a idear inmediatamente las posibles formas de salir con el libro que quiero sin ser detectado. Ahora que la cantidad de libros robados en mi modesta biblioteca personal supera la docena (cantidad insignificante comparada con los 52.000 robados por Duncan Jevons, detenido en 1995, maestro de maestros), creo que es hora de buscar culpables. Son solo dos: Roberto Bolaño ("Lo bueno de robar libros -y no cajas fuertes- es que uno puede examinar con detenimiento su contenido antes de perpetrar el delito.") y el siguiente documento, encontrado por ahí hace ya bastante tiempo, el cual transcribo íntegro y sin modificaciones. 


“BREVE MANUAL PARA ROBAR LIBROS Y NO SENTIR REMORDIMIENTO”



I.- ¿POR QUÉ ROBAR UN LIBRO?  
(Parte deontológica en el fino arte del hurto a las librerías)


Un libro es como un hijo para quien lo ha escrito. El autor siempre se queja que cuando alguien roba su libro y no lo compra, él está perdiendo; pero desde el momento en que lo saca a la calle y lo pone a la venta, ese vínculo de consanguinidad literaria se rompe. ¿Cómo puede alguien vender un hijo y rebajarlo con un descuento para lograr que se lo lleven? El libro es de quien lo lee, así sea transitorio y fugaz este elemental acto. La posesión bibliográfica es un derecho que legitima la forma en que se obtiene.
Nunca se debe robar un libro si no es para leerlo y darle una utilidad intelectual. Eso es lo que hace la diferencia entre un ladrón vulgar y un ladrón de libros. Aquel es visto con morbo por la sociedad en la nota roja de los periódicos cuando es atrapado por la policía, éste es juzgado exclusivamente por la historia.
Un ladrón de libros siempre es culto. Por eso el primer reto es saber qué libro robar. Nunca se deben escoger por ser los más fáciles o los más pequeños, porque estén a la mano o porque tengan el precio más caro, no, entre el libro y quien lo roba debe existir una relación directa e inequívoca de necesidad: una necesidad académica (para preparar un examen o aprobar un curso), una necesidad intelectual (para tener derecho a participar en una tertulia, en una buena conversación, en un debate escolar), una necesidad emocional (hay libros, como las mujeres, que desde la primera vez que los miras te llaman la atención) o bien una necesidad sentimental (para poder ganarse el beso impoluto de la mujer pretendida), aunque esto sólo se aplica en los libros de poesía.
De ahí que lo peor que le pueda ocurrir a una librería es ser visitada frecuentemente por un joven, escaso de dinero, basto de emociones y con unas ganas inmensas de amar y leer.
Hay un código no escrito que tuvo auge en la primera mitad del Siglo XX, establece que no hay que sustraer ningún libro de aquellas librerías que acaban de abrir sus puertas, por lo menos en los primeros doce meses en tanto recupera el capital invertido; a esa acción se le conoce en el argot de los ladrones de libros como “año de gracia”. Por el contrario, cuando las librerías cumplen una década, cincuentenario, centenario, sesquicentenario o celebran cualquier jubileo, sus libros son cotizados altamente en este ambiente.
Ese código también establece: Nunca robes un libro de texto gratuito ni te burles de un librero cuyo negocio has visitado varias veces. Nunca platiques tus actividades después de 10 años. Nunca robes por encargo. Nunca robes un segundo libro si no has acabado de leer el primero.



II.- ¿CÓMO ROBAR UN LIBRO?


a) SOLITARIAMENTE.- Son tres las palabras que la escuela clásica recomienda tener presente a los iniciados en esta materia: serenidad, prudencia y habilidad. Aunque hay una corriente contemporánea (conocida como escuela urbana o escuela del profesor Enrique) que añade un cuarto elemento: cinismo. Lo cierto es que más de un neófito que no ha tomado en cuenta estos puntos, ha ido a parar a la Comisaría. El ladrón de libros debe ser superior siempre a los ojos del policía, de la persona que atiende tras el mostrador, de la cajera, e incluso de las cámaras filmadoras. Desde el momento en que entra a la librería y sabe su propósito, debe saberse superior psicológicamente a todos los que están dentro.
Nunca se debe robar en la primera vez que se visita una librería. Si se logra hacer es suerte, no es técnica, y un buen ladrón de libros no depende del azar.
La “naturalidad” que muchos llaman “sangre fría” es una cualidad genética que no se aprende robando libros de teatro o de política para leerlos; sin embargo controlar los nervios cuando se está frente al dueño del establecimiento o al pasar junto al policía también es una cuestión de disciplina mental.


b) EN CONJUNTO.- El hurto organizado es válido pero demerita mucho la obtención natural del libro. Un buen ladrón, aún en sus peores épocas de estudiante, nunca robará acompañado.
Si se recurre a este método, uno hará el trabajo y el otro servirá como señuelo o “factor de distracción”. Sólo se requiere de coordinación y adoctrinamiento previo, sobre todo cuando uno de los dos que participan está en su camino iniciático y siente “pánico escénico” o se le nota obnubilado. Portando la ropa adecuada, un libro puede ser ocultado en 2 segundos, de acuerdo al estándar internacional aprobado allá por la década de los sesenta.
En cuanto a jurisdicción o competencia, afortunadamente las librerías no son territorio de nadie y el libro es de quien llega primero a él.



III.- ¿DÓNDE ROBAR UN LIBRO?


a) LIBRERÍAS.- Son los lugares idóneos. Toda librería tiene siempre un “lado débil” o “punto ciego”, en las primeras incursiones se debe encontrar este “punto ciego” y lo demás es cuestión de seguir el procedimiento. Cuando el librero está a la ofensiva y tiene experiencia en el contra ataque, pondrá un rincón aparentemente no vigilado, a manera de trampa o “caza-bobos” para que el novato sea presa de su propia inexperiencia.
Es necesario, para “legitimar” la constante presencia en las librerías y no despertar sospechas entre los empleados, adquirir de vez en cuando un ejemplar, siempre de bajo costo. La antigua recomendación que daban los grandes maestros es a razón de un libro comprado por cada cinco libros robados. Esta proporción nunca fue aceptada por las siguientes generaciones.


b) BIBLIOTECAS DE AMIGOS, PARIENTES Y CONOCIDOS.- Lo difícil aquí es encontrar alguien que tenga una biblioteca con buenos libros. Generalmente se les da por comprar sólo enciclopedias y colecciones de mal gusto que nunca leen. Como dijo Emilio Abreu Gómez, gran maestre de la Orden de Visitadores Nocturnos de Bibliotecas, a su paso por las aulas de la Escuela Nacional Preparatoria: “El mundo está lleno de libros malos que parecen buenos”. En el caso de las bibliotecas que tienen en su despacho los abogados, generalmente están llenas de libros que compraron durante su carrera y que nunca vuelven a consultar, de tomos de jurisprudencia y leyes que no siempre están actualizadas.


c) BIBLIOTECAS PÚBLICAS.- Aunque pareciere la excepción de la regla, las bibliotecas públicas requieren de un minucioso examen previo, no tanto por las medidas de seguridad (que siempre son deficientes en todos los edificios del gobierno) sino para justipreciar la verdadera necesidad de sustraer el libro. Cuando un buen libro nunca es consultado por los usuarios y permanece como invitado desconocido en los libreros, está pidiendo a gritos que se lo lleven. Un libro fallece cuando permanece estático como simple adorno.


d) FERIAS DE LIBROS.- Cuando raramente se organiza una buena feria, se deberá aprovechar las horas de mayor concurrencia, utilizando por lo general la técnica del “deslizamiento de mano” que por no ser visual, confunde a los que vigilan y facilita la tarea. El desorden natural en la organización de todas las ferias de libros en México (o cualquier país latinoamericano, realmente), genera las condiciones óptimas para incrementar el haber. Un librero siempre perderá ante una multitud que pide, pregunta, hojea, toca y compra al mismo tiempo.



IV.- ¿CUÁNDO HAY QUE DEJAR DE ROBAR? 
La teoría y los viejos cánones señalan que en el fin de la carrera está la consagración, es decir, todo buen ladrón de libros se retira cuando ya percibe un ingreso que le permite comprar una obra, o cuando no teniéndolo aún, ya no siente la necesidad de que se habló en el punto uno de este documento.
A lo largo de la historia se ha visto que esto no siempre es posible, porque hay algo que no tiene que ver con el ingreso económico. La necesidad de robar se puede volver una adicción y eso siempre genera problemas. Un buen ladrón de libros no se junta con un bibliocleptómano, pero es su deber ayudarlo en su readaptación, si fuere requerido para ello. Se sabe que a la fecha se han readaptado profesores, escritores, investigadores, jueces y abogados que hoy gozan de prestigio en su profesión, y que antaño fueron jóvenes talentos en el latrocinio a librerías. Cabe señalar, aunque no venga al caso, que un ladrón de libros no es amigo de aquellos que piden prestado un libro y dolosamente no lo devuelven. Esa manera de adquirir libros es mal vista en este ambiente. No devolver un libro que se pide o se ofrece es un absurdo que pone en evidencia al que abusa de la confianza.


V.- ¿CÓMO CURARSE DE LA BIBLIOCLEPTOMANÍA?


Robar libros nunca debe confundirse como un entretenimiento, una prueba de valor personal, un negocio o motivo de apuesta. Provocado por una necesidad intrínseca, se convierte en arte, nunca en enfermedad. Cuando una persona no puede contener su impulso de hacerse de libros, debe curarse, sometiéndose a un tratamiento de acuerdo a los siguientes pasos:

Hasta aquí llega el documento. Se entenderá y se justificará entonces mi incapacidad para dejar de hacerlo; la cura me ha sido vedada. Si alguien ha encontrado la parte faltante o conoce alguna solución para la irrefrenable compulsión, hágamelo saber. Mientras, seguiré vagando por las librerías y bibliotecas de las ciudades que visito, ávido de lecturas, haciéndome con más y más libros sin pagar un centavo y sin sentir un ápice de remordimiento. Que Bolaño se apiade de mí y perdone mis pecados. 

"La soga" de Alfred Hitchcock.


Este film es muchas cosas. El primero de Alfred Hitchcock a color. El primer intento de un film en una sola toma. Quizás hasta sea el primer film en hablar sobre la homosexualidad. Y más. Para ahorrarme una retahíla de comentarios halagadores, simplemente voy a decir que la película es genial y me voy a enfocar en algunos de los  aspectos que me convencieron de ello. 

Primero está el intento por hacer una toma única. En ese tiempo (1945), las cámaras a color solo podían hacer grabaciones de hasta 10 minutos, lo que significa que si ven la cinta, se percatarán de que cada 10 minutos aproximadamente, Hitchcock se las ingenia para insertar el nuevo rollo de película sin que se note, haciéndonos creer que es la misma toma. Hay acercamientos a las espaldas de los actores, gente que se cruza y otras peripecias que le permiten engañarnos a lo largo del film y mantener la sensación de una única escena. Me imagino a Hitchcock corriendo detrás de la gigantesca cámara a color (era de las primeras y eran realmente enormes), ordenando que levantaran las paredes del set para que pudieran pasar, después lo mismo pero de regreso... Es toda una proeza. Los actores dicen que el set se movía y se cambiaba con tanta frecuencia que cuando se iban a sentar en una silla tenían que rezar por que la hayan colocado en el lugar correcto. 

También está el tema central: el argumento nitzscheano sobre la primacía de los superhombres, la justificación del asesinato (siempre y cuando se trate de seres inferiores) y la elevación del mismo al nivel de arte. Los diálogos al respecto son inolvidables. Este es de James Stewart en su papel del profesor Rupert Cadell: "Después de todo, el crimen es, o debería ser, un arte. Tal vez no uno de los siete establecidos, pero un arte al fin y al cabo. Y el privilegio de cometer un crimen debería reservarse únicamente a los individuos considerados verdaderamente superiores." 

En una entrevista, uno de los productores opina que la escena inicial (en la que se muestra a Brandon y Phillip cometiendo el crimen) está demás, pues arruina el suspenso que pudo haber a lo largo del film al tener a la audiencia preguntándose si de verdad hay un cadáver en el baúl sobre el que comen los invitados. Estoy de acuerdo con esa percepción. Pero Hitch es Hitch y a ver quién le dice que no. Este film es muchas cosas, pero sobre todo es una cosa: otra muestra del genio de Hitchcock. 


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Sobre otro apocalipsis superado (lamentablemente).


Y no. No se acabó. No desapareció. Facebook sigue más grande y fuerte que nunca. Como dice Eduardo Salles en cinismoilustrado.com: "Aún tendremos muchas horas de sano chisme y procrastinación". No encuentro mejores palabras. No hay mejor manera de destruirlo que estar fuera. Mantengo mi posición con respecto a la famosa red social. No respeto a sus usuarios. Los compadezco. Estoy mucho mejor evitándome leer esto a diario:


sábado, 5 de noviembre de 2011

Point d'ironie - El signo de puntuación que andaba buscando.




La puntuación y la ortografía siempre serán temas que muevan fuertes pasiones. Bueno, hablo por mí y por lo que considero el cada vez más reducido gremio de los vigilantes de la correcta sintaxis. Nada me enoja más que encontrar faltas de ortografía o errores de puntuación en letreros, anuncios o documentos oficiales. Sé que no estoy solo (o quiero creerlo), pero también sé que cada vez somos menos y que esta guerra es una guerra perdida. ¿Cómo luchar contra esto cuando las principales formas de comunicación hoy en día propician la escritura apresurada e incorrecta? A lo mejor es eso, pero también se lo debemos al declive de la lectura. Es un hecho: quien no lee con asiduidad no va a escribir correctamente. Pero, ¿por qué defender una causa perdida? No me voy a engañar, la razón es sencilla: me hace sentir superior; alimenta mi ego.

No quiero hablar sobre esta guerra (si se le puede llamar así) o sobre mi aparente complejo de inferioridad compensado con mi manía por corregir faltas. Quiero hablar sobre una nueva gama (o familia) de signos de puntuación que acabo de descubrir y que me parece de lo más útil. Por supuesto, esto interesará a aún menos gente; habrán quienes defiendan la ortografía y la correcta puntuación y que, sin embargo, no se interesen por esto o lo consideren una exageración. De nuevo, recordemos que hay un complejo de inferioridad subyacente y, por tanto, cualquier cosa que me haga sentir único o especial me sirve [sin ir más lejos, este blog es una enorme compensación del complejo].

Al grano: lo que he descubierto es algo que se ha venido a llamar "snark" o, en su original francés, "point d'ironie".  Se trata de un signo de puntuación inventado en 1580 por el impresor inglés Henry Denham, como un mecanismo para aclarar que una pregunta es retórica (es decir, que no necesita respuesta). No es de extrañarse que este signo haya surgido cuando la imprenta nacía y no más tarde; los signos de puntuación en general datan de esa época, pues, aunque no lo crean, antes de la invención de la imprenta la puntuación no existía. Los primeros manuscritos no llevaban comas, puntos, punto y coma, signos de interrogación o admiración ni nada. Todo se escribía de corrido. El asunto es que en los siglos XV y XVI, en un intento por aclarar el sentido de muchos textos, los impresores fueron los primeros en sugerir los signos de puntuación como hoy los conocemos.

Bueno, no exactamente. La cantidad de signos de puntuación que aparecieron entonces era abrumadora. Los habían para cada aspecto o matiz de la comunicación. Y por supuesto, un aspecto infaltable es la ironía y el sarcasmo. Entonces surgió el snark. Dado que en su concepción original servía para indicar que una pregunta es retórica, su representación gráfica vino a ser un signo de interrogación invertido; no puesto de cabeza, sino  como reflejado en un espejo. Hablo de concepción original porque este peculiar signo no duró demasiado tiempo. Al igual que muchos otros surgidos en su tiempo, cayó en desuso, quizás porque su uso era demasiado específico. Pero en 1899, el poeta francés Alcanter de Brahm (alias Marcel Bernhardt) lo revivió, esta vez dándole el uso más restringido de indicador de ironía; indicador de que determinada frase debía ser entendida en otro nivel, en otro sentido.

No sé si es solo mi opinión, pero un signo de puntuación que ayude a denotar sarcasmo es una de las cosas más útiles en la comunicación escrita hoy en día. Es obvio: en el lenguaje escrito no hay tono, ni gestos, ni miradas; el sarcasmo es a veces indetectable. Y es a su vez, como ya dije antes, un aspecto esencial de la comunicación. Lo es para mí. ¿Qué sería del mundo sin sarcasmo? El sarcasmo es la esencia de una conversación estimulante. El sarcasmo es… Se podrían escribir odas al sarcasmo. Claro, también es un refugio para la gente con complejos de inferioridad disfrazados de complejos de superioridad. Me declaro culpable.

Actualmente, en lenguaje de Internet, la forma popular de representar sarcasmo o ironía es colocar un "/s" al final de la frase. En Twitter va ganando aceptación el hashtag #sarcasm. Pero, ¿se puede usar el snark propiamente dicho? Bueno, en Windows el caracter puede ser representado usando el código Alt 1567. Es útil; por mi parte voy a empezar a usarlo con frecuencia y ver qué resultados da. Ahora me voy a tomar un buen café instantáneo y descafeinado, lo mejor que hay ⸮

jueves, 3 de noviembre de 2011

1001 libros que tienes que leer antes de morir (o nuestra sempiterna condición de "no-lectores").


La cantidad de libros por leer siempre será superior a la de los libros leídos. Es un hecho. Es horroroso, como para darnos pesadillas o recluirnos en un cuarto acolchado, pero vivimos con eso, ignorándolo, como con tantos otros miles de hechos perturbadores. Esta idea la saqué de la lectura de la contratapa del libro "Cómo hablar de los libros que no se han leído" de Pierre Bayard. Lo admito: tampoco he leído ese libro, pero está en mi cada vez más grande (y creciente hasta el infinito) lista de pendientes. Con qué objetivo leer sabiendo de antemano que esta vida no nos va a alcanzar para leerlo todo. Ni esta ni ninguna. 50 Petabytes: eso pesan todos los trabajos escritos por la humanidad a través de la historia traducidos a todos los idiomas. Son como 1.000.000.000.000.000 de bytes. Es una cantidad absurda. Es una cifra que nos condena a ser eternos "no lectores". Pero, ¿es el deseo de todo lector (o no lector, como prefieran) abarcarlo todo? ¿tenemos la ingenua aspiración de devorar todos los libros que existen? Incluso si nos ponemos quisquillosos y admitimos que nos restringiríamos a la literatura (a la narrativa en particular), el objetivo sigue siendo inalcanzable. 

No creo que alberguemos esa pretensión. Leemos y leemos libros y mientras estamos embarcados en la lectura de cada uno nos olvidamos de La Literatura. Sin embargo, siempre hay algo así como un sentimiento de culpa, un perpetuo autorreproche por lo que no leemos. Por no haber leído el "Ulises" de Joyce, por ejemplo. O "Guerra y Paz". O "Mobby-Dick". Incluso el Quijote. Decimos "ya lo leeré, está entre mis pendientes, ahora no tengo tiempo". Y no solo ocurre con novelas totales, descomunales o clásicas. Hay una enorme cantidad de libros que conocemos, sabemos que están ahí y a lo mejor nunca leeremos. Conocemos la bibliografía completa de muchos escritores y con eso nos basta. He ahí mi autorreproche. Con todo esto parece que justificara mi condición de "no lector". Esta es una entrada dedicada a castigarme y así, de alguna manera, sentir que he expiado mi culpa.