sábado, 3 de marzo de 2012

Los viajes de los beatniks en busca de ayahuasca.

Ando leyendo muchos libros y artículos sobre drogas (sobre todo psicodélicas) últimamente. Esto me lo digo a mí mismo y trato de preocuparme pero no lo consigo. He terminado de leer (en aproximadamente 18 horas) Las cartas de la ayahuasca, pequeño libro formado por la correspondencia que mantuvieran William Burroughs y Allen Ginsberg durante sus respectivos viajes a Sudamérica en busca de la famosa planta sagrada. Si de este libro dependiera mi decisión de aventurarme también en su búsqueda, seguro que ya hubiera desistido. He tratado más bien de contextualizarlo en su tiempo y en su género. Hay que entender que se trata de uno de los primeros escritos literarios en tratar el asunto. Se desarrolla primero en 1953 (la parte de Burroughs) y después en 1960 (la parte de Ginsberg). También hay que considerar el género epistolar, pero sobre todo el hecho de que lo hayan escrito los principales representantes de la generación Beat. Eso justificaría el hecho de que a veces los "viajes" con ayahuasca queden a un lado y sólo sirvan como nexos para contar otras cosas (por ejemplo, la impresión de asco que dejan Colombia y Ecuador en Burroughs, así como sus aventuras sexuales con muchachitos "de uñas largas" en Perú). Ginsberg es mejor, en mi opinión, para relatar en detalle sus "viajes". No sólo es más poético al narrar sus visiones y sensaciones, sino que nos regala un par de ilustraciones que hizo a partir de lo que vio.




Burroughs trata de redimirse en su respuesta a Ginsberg diciéndole que él ya conocía todo lo que Ginsberg le cuenta, que experimentó de igual forma muchas de estas visiones, pero que el desconcierto fue tal que no alcanzó a narrarlas. "No hay nada que temer." (...) "Nada es Verdad. Todo está permitido", le dice, dado que la carta de Ginsberg era bastante desesperada (temía por su vida y por su cordura). Luego deja de lado el tema y pasa a venderle a Ginsberg la técnica del cut-up, que es lo que en ese momento le tiene apasionado y gracias a la cual ha escrito El almuerzo desnudo y escribirá otras de sus más famosas novelas. El libro termina con el texto ¿Me estoy muriendo, Míster?, en el que Burroughs hace una especie de resumen de su recorrido por Sudamérica, esta vez empleando la técnica narrativa antes mencionada. 

El libro me ha servido como un complemento en mi recolección de información sobre drogas alucinógenas. Quizá los beatniks no son la mejor opción a la hora de pedir consejos al respecto, pero sus experiencias marcaron el inicio de la popularización de todas estas sustancias. A continuación (y para cerrar con un medio audiovisual, que siempre resulta más atractivo), un pedazo de un documental sobre ayahuasca narrado por el viejo Bill. Está en inglés pero se entiende bastante bien a pesar de (o gracias a) el característico acento de Burroughs. 




domingo, 19 de febrero de 2012

Los Swinging Sixties según Peter Hook [a.k.a.] Rodrigo Fresán.

A continuación, uno de mis fragmentos favoritos de todo el libro Jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán, donde tenemos la sensación de recorrer una versión corregida y aumentada de la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. Se trata del recuerdo (trastocado, comprimido) de una enorme fiesta lisérgica dada por los padres de Peter Hook, el narrador de la historia, en donde se nos ofrece una instantánea de cada uno de los casi 150 personajes que de una u otra forma definieron los sesentas. Quien acceda a adentrarse en este viaje debe estar prevenido  de que es largo y extenuante, sí, pero también emocionante y reconfortante cada vez que aparece un personaje conocido y se nos revela una faceta desconocida del mismo. Quien sienta que ha sido influido en más de un aspecto por los sesentas (todos lo hemos sido) no se arrepentirá; es más: está obligado a leer el libro entero. En el fragmento que transcribo no se hace mención (si ocurre, es de manera tangencial y breve) a James Matthew Barrie (creador de Peter Pan) y con él a la era victoriana. Es una lástima porque eso daría una idea más exacta de lo que el libro es: "un curioso tapiz victoriano/pop y un alucinado artefacto gótico/psicodélico a la vez que una original investigación sobre los fines y el final de la niñez; sobre la tan frágil como poderosa naturaleza de la memoria y del tiempo; sobre el estilo con el que los vivos reescriben a los muertos y los muertos corrigen a los vivos; y sobre las imprevisibles maneras en que los libros del pasado acaban formando el futuro de sus lectores y deformando el presente de sus autores."


So may I introduce to you the act you've known for all these years. 
We hope you will enjoy the show / Sit back and let the evening go: 





Personas famosas que recuerdo haber visto durante mi infancia, en fiestas. En muchas fiestas que a la hora del recuerdo fundo y festejo en una única fiesta inolvidable para ahorrar tiempo y espacio, y después de todo, mejor así: máximo lujo, como en esas superproducciones históricas donde se condensa todo un período histórico en una noche y, de pronto, todos los que jamás se conocieron coinciden en una estancia amplia al calor del fuego de una misma chimenea, alzando copas y derribando cuerpos y firmando pergaminos independentistas o declaraciones de guerra.

[...] Aquí vienen: 

Martin Allen (editor de Vogue, a la caza de nuevas caras y capturando demasiadas nuevas caras, jamás han existido tantas caras nuevas en Londres, todas al mismo tiempo, hablando y parpadeando y besando y bebiendo y tragando: bienvenidos al safari de la Era de la Cara Nueva); Woody Allen (en Londres filmando Casino Royale; hace chistes sobre Marcuse y Laing que nadie comprende; alguien le pregunta en qué banda tocan esos dos, en qué galería exponen, en qué película actúan, en qué restaurante cocinan, en qué boutique diseñan ropa); The Animals (Eric Burdon pregunta a Bob Dylan si ya llegó Bob Dylan: "No, no he llegado aún", le responde Bob Dylan); la princesa Anne (a la que siempre confundí con la princesa Margaret); Michelangelo Antonini (reparte entre los fotógrafos un obsesivo cuestionario para preparar el personaje protagónico de su film Blow-Up con preguntas como: "¿Se les pide a los fotógrafos de moda que realcen la naturaleza sexual de la modelo o que solo se limiten a destacar la ropa?", "¿Suelen ser felices sus matrimonios?", "¿Son religiosos?", "De no serlo: ¿se trata de que no le prestan atención a nada relacionado con códigos de ética o comportamiento o se debe a un rechazo meditado y posible de justificar?", "¿Beben en pubs?", "¿Tienen chóferes para sus Rolls-Royces, o prefieren conducirlos ustedes mismos?", "¿Les preocupa la vida y la muerte?". Después, Antonini anuncia que piensa pintar el césped del Maryon Park, donde filmará parte de la película, de color "verde más verde"); Jane y Peter Asher (hermana y hermano); John y Neil Aspinall (hermano y hermano; ser hermano es in; ser primo es out); Richard Avedon (me toma una foto a los siete años donde parezco una especia de Marlon Brando enano en The WIld One; la gorra que llevo me la prestó Ringo, es la que usó en las secuencias tan free cinema, o tan nouvelle vague, de A Hard Day's Night); Francis Bacon (de mal humor); Joan Baez (de peor humor); David Bailey (a todo el que se cruza con él le repite: "Blow-Up c'est moi... Yo soy la inspiración para el personaje del fotógrafo de la película y no Brian Duffy ni Terrence Donovan, ¿eh?"); Chet Baker (que se cae por las escaleras, unas escaleras muy largas y, no me pregunten cómo, acaba de pie, sonriendo; le falta uno de sus dientes; alguien comenta la firmeza y profundidad de las líneas que cruzan su rostro; alguien responde que "Son las marcas de alguien que se ríe mucho"; alguien añade que "Es imposible que alguien se haya reído tanto en la vida para quedar así"); James Graham Ballard (en silencio, sonríe todo el tiempo, parece una réplica de un Ballard original que jamás existió, o algo así, ya sé: suena raro y, de golpe, como activado por una corriente eléctrica, se pone a hablar de la maldición del Porsche Silver Spyder en el que murió James Dean: "Días antes de estrenarlo, Dean había filmado un breve spot alertando a los jóvenes de los peligros de las carreteras y la velocidad... Los restos del auto cayeron encima de un mecánico y le rompieron ambas piernas; más tarde, al ser exhibida como parte de una campaña de educación vial por el Greater Los Ángeles Safety Council, volvió a caerse de la tarima con ruedas en la que lo transportaban y destrozó los huesos de la cadera de un adolescente; un doctor de Beverly Hills que compró el motor y lo instaló en otro vehículo murió conduciéndolo..."); Balthus (llega y se va casi más temprano de lo que llegó luego de preguntar si hemos visto a su gato y, lo más importante, si está aquí su hijo Stash de Rola [a.k.a.] Príncipe Stanislas Klossowski de Rola y barón de Waterville, recientemente arrestado junto a Brian Jones, su camarada de aventuras narcóticas, por posesión de cocaína, metedrina y resina de cannabis); Brigitte Bardot (su inglés es pésimo; Paul McCartney no deja de pedirle disculpas, en un francés bastante deficiente, por no haberla puesto en la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band: "Eres la favorita de los cuatro, pero no sé a quién se le ocurrió poner a Diana Dors"); Syd Barret (sin Pink Floyd y quien todavía no ha probado el ácido lisérgico, o sí, no parece haber gran diferencia en su comportamiento); Alan Bates (se quita la camisa con la menor excusa, sin motivo, por el solo placer de mostrar su tórax); The Beatles (quienes al principio a un monstruo de cuatro cabezas y más adelante a cuatro cuerpos decapitados); Cecil Beaton (parece un mayordomo que sólo podría ser un asesino); Samuel Beckett (parece un asesino que sólo podría ser un mayordomo); Marisa Berenson(aprendiendo a jadear); Jane Birkin (anseñando a jadear como lo hace en "Je t'aime... moi non plus" junto a Serge Gainsbourg); Jacqueline Bisset (aprendiendo a jadear); Peter Blake (jadeándole a todo el que se le acerca cómo fue que se le ocurrió "nada más que a él" la idea para la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y que el maldito Lennon quería incluir a Adolf Hitler entre los figurantes pero, claro, no le dejaron que se saliera con la suya); Cilla Black (groupie paradigmática, alguna vez chica del guardarropa en The Cavern, Liverpool, luego vendedora glam en la boutique Biba, y ahora chanteusse y protegida de Brian Epstein y The Beatles); Dirk Bogarde (toma notas en uno de esos tan prácticos y finos y proletarios Moleskin Notebooks; Bogarde está disfrazado de sirviente, muy gracioso); David Bowie (con maquillaje de mimo y ofreciendo canapés); Wilfred Brambell (el actor que interpreta al abuelo de Paul McCartney en A Hard Day's Night; nada que ver con mi abuelo, mi abuelo es un anciano todavía mucho más... limpio que el de Paul); Marlon Brando (su inglés es todavía peor que el de Brigitte Bardot); Tara Browne (pocas noches antes de morir, pero ya despidiendo esa tan curiosa como inconfundible fosforescencia que desprenden los cuerpos de los casi cadáveres); Lenny Bruce (hablando solo, hablando rápido); William Burroughs (recoge, recorta y recompagina y cut up las páginas que alguien arrancó de los libros de la biblioteca noches atrás mientras perfuma la biblioteca con un extraño tanque fumigador y asegura que "se califica a algo de experimental cuando el experimento salió mal"); Michael caine (intenta esquivar todo el tiempo a Terence Stamp; están recién peleados, compartían piso y ambiciones; la cosa se complicó cuando la modelo Jean Shrimpton se mudó con ellos; no, se mudó con Terence, pero al piso donde también vivía Michael); Truman Capote (esa voz como uñas sobre una pizarra cantando, toda la noche, una y otra vez, en realidad un única vez, pero como un sampling infinito y agudo, alguna canción de The Mikado); John Casavettes (con una filmadora portátil súper-8, pero sin película); Cher (sin Sonny); Julie Christie (de la que me enamoré a los cinco años, por primera vez en mi vida, creo, estoy muy seguro; y es tan raro verla de cerca y en casa cuando uno está acostumbrado a verla inmensa y gigantesca como una diosa olímpica y siempre en espacios abiertos, en granjas y en dachas y en prados y en estepas); Eric Clapton (no deja de mirar de reojo a Patti Harrison, mejor mujer de su mejor amigo; no deja de mirar a la futura Patti Clapton y los mejores amigos son tan traicionables); Cassius Clay (grita que él es ¡¡¡EL REY DEL MUNDO!!!; Clay lo grita en mayúsculas y con tres signos de exclamación a cada lado del grito); Sean Connery (insoportable, su pelo se mueve; luego supe que no era su pelo; me prometí ahí mismo que, ocurriera lo que ocurriera; jamás me rebajaría a usar pelo falso); Jerry Cornelius (existe, yo lo vi); Tom Courtenay (no deja de correr, solo, por los bosques de Sad Songs que rodean Neverland); Noel Coward (me cuenta que a los catorce años fue reclutado para ser Slightly, uno de los lost boys, en el revival de Peter Pan de 1913-1914; y yo pensé que era mentira pero era verdad; encontré una foto donde Coward parece disfrazado; aquí está Keiko Kai: Slightly); Quentin Crisp (aprendiendo a jadear junto con las chicas); Peter Cuching (pregunta si alguien ha visto a Christopher Lee); Tony Curtis (supongo que está aquí poruqe es una de las figuras que aparece en la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band; Peter Blake pidió que se lo incluyera, no sé por qué); Ray Davies ("Raymond es igual que yo; sólo que él es un genio y...", sonreía mi padre con tristeza; Davies parece trite y fuera de lugar y profundamente irritado por absolutamente todo); Sammy Davis (Cassius Clay, esta noche ya transformado en Muhammad Ali, lo acusa de ser un jodido esclavo negro a las órdenes de Frank Sinatra, Dean Martin & Co.; después le dice que debería darle vergüenza ser tuerto, judío, rengo y enano; porque los buenos negros tienen que ser perfectos); Catherine Deneuve (imita a Marlene Dietrich); Marlene Dietrich (imita a Catherine Deneuve y, de paso, le pregunta a Deneuve cómo es que no aparece en la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band; Deneuve finge no entender el francés de la alemana que sí aparece en la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band); Donovan (siempre me dio lástima, mucha); Françoise Dorléac (pocas noches antes de morir, pero ya despidiendo esa tan curiosa como inconfundible fosforescencia que desprenden los cuerpos de los casi cadáveres); Bob Dylan (ya te conté acerca de Bob Dylan, Keiko Kai); Sibylla Edmonstone (me acuerdo de su nombre, no recuerdo su rostro); Magnus Eisengrim (me acuerdo de que, para un cumpleaños de mi madre, realizó el truco de magia de cortarle la cabeza a Sibylla Edmonstone, y tal vez sea por eso que no recuerdo el rostro de Sibylla Edmonstone); Brian Epstein (no deja de tragar sedantes marca Carbrital, pocas noches antes de morir, pero ya despidiendo esa tan curiosa como inconfundible fosforescencia que desprenden los cuerpos de los casi cadáveres); Marianne Faithfull (una vez la vi desnuda); Mia Farrow (quien fue un espantoso Peter Pan televisivo, Hallmark Hall of Fame, NBC, 1976; el tipo de mujer que, ni siquiera cuando eres muy joven, te interesa ver desnuda; si la llegas a ver, sal corriendo Keiko Kai: intentará adoptarte); Federico Fellini (le ofrece instrucciones a Terence Stamp para su próximo personaje, como Stamp, en su próxima película, de Fellini, en un inglés un tanto fellinesco: Terenccino... You was party. One orgía. Lotta whisky. Glu-glu-glú. Troppo hashish, marihuana coca e fucking fucking fucking. Fringüi-frungüi tutta la night. Doppo a Roma. LSD en el avione..."); Peter Finch (cerca de este mundanal ruido, las manos tapando sus oídos, sin entender demasiado, nada); Albert Finney (sin camisa, Alan Bates lo ha desafiado a quitársela, Finney parece ligeramente avergonzado); Ian Fleming (llega pensando que se trata de una fiesta de mis abuelos, decide quedarse, ignora a Sean Connery, quien por entonces filma su primer Bond; Fleming fallecerá antes el estreno, creo); Peter Fonda (le dice a John Lennon que una vez estuvo muerto, que él sabe lo que es estar muerto y que "no hay nada de que preocuparse en cuanto a ese tema"); Robert Fraser (muestra fotos de las obras de los artistas de su galería y reparte esposas de colores; él mismo lleva una de ellas en la muñeca izquierda, como souvenir conmemorativo de su salida de la cárcel adonde fue a parar, junto a Mick Jagger, por una de esas típicas cuestiones narcóticas); Lucien Freud (pregunta, un poco desesperado, si hemos visto a su perro; le contestan que no, que todavía están buscando el gato de Balthus); Serge Gainsbourg (nunca mira a las mujeres a los ojos, prefiere mirarles el culo y, cuando ellas le preguntan por qué no las mira  a los ojos, él les responde: "Es que soy tan tímido que sólo me atrevo a mirarles el culo"); Judy Garland (me besa, me abraza, me canta; no entiendo una palabra de lo que me dice); Allen Ginsberg (quien ya por entonces me daba y nunca dejó de darme vergüenza ajena); Glenn Gould (guantes y bufanda y gorro de lana; dice que The Beatles "son algo totalmente secundario"; mi padre, emocionado, lo abraza); Graham Greene (quien en A Sort of Life, una de sus varias autobiografías mentirosas, cuenta cómo, e pequeño, iba a leer a Kensington Gardens, y me pegunto si alguna vez habrá jugado con Barrie y Porthos); Hugh Hefner (en pijama, igual que yo, que, en muchas de esas ocasiones , descendía desde mi habitación y, como un polizonte, me desvelaba en una de esas noches de aquellos días; el pijama de Hefner era de un azul claro, el mío era de tela con estampados búlgaros o psicodélicos, comprados, siempre, en la boutique Granny Takes a Trip o en I Was Lord Kitchener's Valet, no estoy del todo seguro); David Hemmings (Michelangelo "Don't Call Me Signore, Call Me Michelangelo" Antonini acaba de comunicarle que él será el protagonista de Blow-Up y no, contrario de lo que todos piensan, Terence Stamp: "Silence: Top Secret", le advierte); Jimi Hendrix (el más descaradamente inimitable en esos tiempos en que todos imitaban a todos poruqe bueno, Hendrix era negro, era difícil de imitar; aunque Hendrix era más fácil de imitar que Sammy Davis Jr., supongo); Audrey Hepburn (ha venido con John Cukor, conversan sobre la posibilidad de hacer juntos un Peter Pan que no se filmará nunca; Audrey Hepburn en el papel protagónico, sus ojos tan grandes como bocas, tal vez hubiera sido el mejor Peter Pan de todos, pensé entonces y lo sigo pensando ahora); David Hockney (pregunta por las bondades del clima de California); Michael Hollingshead (quien ha llegado a Londres con dos mil dosis de LSD impostadas legalmente de un laboratorio gubernamental de Praga dentro de un frasco de mayonesa, "El jarabe favorito de Aldous Huxley; el viejo se fue al otro lado de la puerta después de recibir por última vez estos visionarios y santos óleos y aleluya", explica); Dennis Hopper (le pide píldoras a Brian Epstein y le dice a Lennon que él nunca va a saber lo que es estar muerto, como el imbécil de Peter Fonda); Brian Jones (sin The Rolling Stones); Danny Kaye (nunca me pareció gracioso; no hay nada menos gracioso que alguien desesperado por parecer gracioso); la party girl Christine Keeler (y su socia Mandy Rice-Davies, siempre con sus rostros transfigurados por el eco de un pasado orgasmo que conectará con el sonido de su próximo orgasmo; sin embargo, ellas no jadean, no les interesa lo que quiere enseñarles Jane Birkin: ya saben jadear a la perfección); los hermanos Kray (gángstes gemelos, peligrosos de moda; una noche vi y, lo más perturbador de todo, como le rompían las piernas a un bon vivant que les debía algo: se lo llevaron detrás de unos arbustos de Neverland, y después, enseguida, ese sonido; después salieron los dos sonriendo sonrisas siamesas y arreglándose mutuamente las corbatas); Jiddu Krishnamutri (me regala un mantra y después, arrepentido, me exige que se lo devuelva); Stanley Kubrick (el mejor de todos, viene acompañado por un gigantesco mono que, descubro, es un hombre disfrazado de antropoide o algo así; Kubrick se arrodilla y me sonríe y me pregunta si creo en la existencia de vida inteligente en otros planetas; le pregunto en cuál de ellos: ¿En la Tierra o en el que vivo yo?); Philip Larkin (pensando-diciendo-escribiendo-recitando aquello de "Never such innocence again"); Peter Lawford (una especie de sonámbulo programado para pronunciar el apellido Kennedy y el apellido Sinatra por lo menos una vez por minuto); Timothy Leary (en órbita, flotando, mirable triptu, reparte terrones de azúcar en los que deja caer la bendición de una gota de "elixir espiritual"); Christopher Lee (pregunta si alguien ha visto a Peter Cushing); Sonny Liston (apenas dos minutos y KO frente a Clay Ali); David Litvinoff (gurú del demi-monde de Chelsea; James Fox le pide consejos para su personaje de Performance; "Ah, vamos al baño Foxie... Tengo algo para que pruebes", le responde Litvinoff); Joseph Losey (preocupado por el inminente fracaso de su Modesty Blaise); Magic Alex (nacido Yannis Alexis Mardas, reparador de televisores y genio en residencia de Apple Electronics a costa de las cada vez más caóticas finanzas de sus cuatro jefes; un estafador delirante empeñado en la fabricación de empapelado que sonara en stereo y la construcción de una casa flotante y comunal en la isla griega de Leslo para que The Beatles pudieran vivir allí con sus familias y, quién sabe, tal vez el proyecto robinsoniano haya sido descartado luego de lo que les ocurrió a mis padres en alta mar o de haber visto algún revival de The Admirable Crichton); la Princesa Margaret (a la que siempre confundí con la Princesa Anne); Dean Martin (mira a The Rolling Stones y comenta con sonrisa siempre apoyada en un martini: "No es que tengan el pelo largo; es que sus frentes son muy estrechas y sus cejas muy peludas", y agrega "Que alguien me traiga otro Dean Martini"); Joe Meek (productor musical de comportamiento cada vez más bizzarro, creador en 1962 del exitoso instrumental single/sci-fi "Telstar" —guitarra eléctrica y sonido de un wáter— y de I Hear a New World —el primer primer álbum conceptual-electrónico— y célebre por descubrir la formidable acústica de lo baños con azulejos a la hora de grabar una buena voz; aquí está, pocas noches antes de morir, pero ya despidiendo esa tan curiosa como inconfundible fosforescencia que desprenden los cuerpos de los casi cadáveres; pensando en que no estaría mal volver a casa, volarle la cabeza de un disparo a su casera y después volarse su propia cabeza, de ser posible, en el baño, para "ver cómo suena", para que sea más fácil limpiar toda esa sangre; y primero lo piensa y enseguida lo hace); Paul Morrisey (brazo derecho y hemisferio izquierdo de Andy Warhol; mira alrededor y hace una mueca y dice "No puedo entender por qué todos ustedes no dejan de repetir eso de 'estoy experimentando con drogas'. Con lo que están experimentando es con la mala salud. Ahora que los científicos han conseguido erradicar la polio y la viruela y todas esas enfermedades infantiles, lo que hacen ustedes es drogarse nada más para ver cómo era eso de estar enfermo"); V.S. Naipaul (¿qué hace aquí?, supongo que no ha podido sacudirse el vicio de los tiempos en que escribía para el noticiero caribeño de la BBC y lo enviaban a territorios extraño de Londres en busca de "color local"; de ser así, Naipaul no ha perdido en su rostro ese rictus  —un poco de asco, un poco de placer— del que abre un tajo en la materia orgánica justo antes de que comience a pudrirse y mira ahí dentro cómo se inventan a sí mismos los gusanos); Nico (no confundir con Nico Llewelyn-Davies, hijo de Arthur y Sylvia; se trata de Christa ""Nico"Paffgen, la chanteuse impuesta por Warhol a The Velvet Underground; falta mucho para que muera en un accidente de bicicleta en España, no tiene aún esa tan curiosa como inconfundible fosforescencia, pero casi no se nota la diferencia); Rudolf Nureyev (baila, y lo cierto es que lo suyo no me impresiona más que lo que hizo Chet Baker); Claes Oldenburg (a quien mi madre le encarga algo pequeño); Yoko Ono (a quien mi madre no le encarga nada); un puñado de jóvenes Ladies y Lords con el apellido Ormsby-Gore (aristócratas que disfrutan ascendiendo a los infierno de los malditos, ex compañeros de escuela privada de mis padres, que al salir el sol regresan, como vampiros que sólo beben sangre azul, a los dormitorios abovedados de los castillos paternos); Andrew Loog Oldham (PR man de The Rolling Stones, poseído y profético, augurando que en el futuro "se discutirá acerca de si los '60 empezaron en el '67 o terminaron mucho antes, cuando The Beatles fueron a América", usa los dedos se ambas manos para enumerar a cuántos inocentes peatones del Soho ha atropellado últimamente con su nuevo "Jag"); Joe Orton (quien, pocas noches antes de morir, pero ya despidiendo esa tan curiosa como inconfundible fosforescencia que desprenden los cuerpos de los casi cadáveres, arranca páginas de libros y les pega fotos encima, las páginas que noches más tarde encontrará William Burroughs); Peter O'Toole (que, ¿milagro?, como de costumbre, rompe en llanto sin por eso dejar de sonreír y me explica por qué hay que chocar las copas cuando se brinda: me dice, con una lacrimosa sonrisa, que en el acto de beber se encuentran implicados todos los sentidos  —la vista, el tacto, el gusto, el olfato— menos el oído; y que por eso hay que provocar ese ¡drink! cristalino, para que todo sea perfecto); Jimmy Page (session man de luxe, aún sin Led Zeppelin, ejecuta complejos pases mágicos y negros sobre la negra cabeza de Hendrix sin que Hendrix se dé por enterado); Anita Pallenberg (desnuda, también); Pier Paolo Pasolini (le ofrece instrucciones a Terence Stamp para su próximo personaje, Terence haciendo de Stamp, en su próxima película, de Pasolini, en un inglés un tanto pasoliniano: "He's a boy" y "Open your legs all the time", eso es todo, no hace falta más); D. A. Pennbaker (con cámara portátil pero, a deiferencia de Cassavetes, con película adentro); Pink Floyd (sin Syd Barret y sin David Gilmour; todavía se llaman The Abdabs) Alexander Plunket-Greene (marido de Mary Quant, traje impecable pero sin camisa, la corbata y los botones pintados en su pecho desnudo); Roman Polanski (le pide por favor a Vidal Sassoon que viaje a New York para cortarlo el pelo a Mia Farrow en Rosemary's Baby) Elvis Presley (no estoy seguro de si era Elvis Presley; no recuerdo si era un Elvis Flaco o un Elvis Gordo: en cualquier caso, alguien que era idéntico a esos dos Elvis Presleys); Mary Quant (señalando hasta dónde piensa subir el ruedo de su próxima generación de minifaldas y lanzando una carcajada cuando alguien le comenta que, según fuentes policiales, los índices de violación de mujeres en la ciudad de Londres habían aumentado en un 90% desde que las mujeres se paseaban por ahí con los muslos al aire); Oliver Reed (sin camisa, pero borracho): Lynn y Vanessa Redgrave (más hermanas); Diana Rigg (sin catsuit, maldita sea); Tom Ripley (existe, yo lo vi); Nicolas Roeg (le ofrece instrucciones a James Fox para su próximo personaje, James haciendo de Fox, en la primera película, de Roeg, sin que haga falta pronunciar más que una palabra: drugs; "Te lo dije... no me hiciste caso, vamos al baño", le insiste Litvinoff, que vuelve a pasar por ahí); The Rolling Stones (sin Brian Jones); Ed Ruscha (uno de mis pintores favoritos, uno de esos pintores que no parecen pintar otra cosa que los momentos más irreales de la realidad: letras en lugar de nubes, el cielo como lienzo); Ken Russell (uno de mis directores de cine menos favoritos); Vidal Sassoon (que le responde a Roman Polanski, Oky-doky, le dice que sí, va a cortarle el pelo a Mia Farrow, buena publicidad para todos); Telly Savalas (todavía con algo de pelo); Gerald Scarfe (me dibujó, salí feo; me explica que nadie sale hermoso en sus dibujos, que no es su estilo); Peter Sellers ([...] y alguien se acerca a Sellers y le propone ser Hook para una posible nueva versión de Peter Pan y Sellers contesta con voz rara, con una voz que es y que no es la suya —pero que da igual porque "ya no recuerdo cuál era mi verdadera voz"—, voz con una de sus muchas voces, que "no, no, gracias"); Jean y Christie Shrimpton (otras hermanas); Frank Sinatra (no estoy del todo seguro; en cualquier caso, alguien que era idéntico a Frank Sinatra y que conversaba con aquel otro que era idéntico a los tamaños —large y extra large— de Elvis Presley); Lord Snowdown (toma fotos, toma champagne, no revela nada); Terry Southern (el único a quien lo único que parece importarle es el destino del equipo inglés en la inminente final de la World Cup 1966); Phil Spector (con revólver, a veces lo disparaba al aire, agujeros de bala en el techo, en una armadura, en un oso polar y embalsamado que mi abuelo trajo de una expedición); Terence Stamp (que no dejaba de mirarse en los espejos y los espejos no dejan de mirarlo a él); Cat Stevens (ya te conté acerca de Cat Stevens, Keiko Kai); Sharon Tate (su fantasma o, no estoy seguro de la fecha, tal vez pocas noches antes de morir, pero ya despidiendo esa tan curiosa como inconfundible fosforescencia que desprenden los cuerpos de los casi cadáveres); Vince Taylor (está vestido con cuero negro y tiene la cabeza afeitada y, mientras quema cientos de billetes de una libra, proclama a la concurrencia: "El dinero es la raíz del mal y yo soy Mateo, el nuevo Jesús, el hijo extraterrestre de Dios... ¡Rock and roll! Tengo un avión esperándonos a pocos kilómetros de aquí y están todos invitados a volar conmigo hacia Hollywood"); Twiggy (todo le hace reír); Kenneth Tynan (se ríe de todos); Roger Vadim (todavía no se divorció de Catherine Deneuve pero Catherine Deneuve ya vive con David Bailey: no problem); Verushka ("Yo también estoy en Blow-Up"); Monica Vitti (nadie la soporta, en especial Joseph Losey y Terence Stamp); Klaus Voorman (mostrando el original de su ilustración para la portada de Revolver); Andy Warhol (quien dice "ah, oh, ah, oh, ah..."); Evelyn Waugh (llega pensando que se trata de una fiesta de mis abuelos, decide quedarse); The Who (vienen de tocar en Ready, Steady, Go!; los vi en televisión, Pete rompió su guitarra y Keith rompió su batería y yo, para no ser menos, esa misma noche, arrojé mi pequeño escritorio por la ventana).



We hope you have enjoyed the show / We're sorry but it's time to go.

miércoles, 1 de febrero de 2012

El solo perdido de "Here comes the sun".

No hay nada que hacer: los Beatles siguen tan vigentes como hace 50 años. Y es que no paran de hacer noticia y de sorprender a sus fans más fieles. El asunto es que entre Dhani Harrison (hijo del "Beatle silencioso") y Giles Martin (hijo de George Martin, quien fue productor de los Beatles), han descubierto en los estudios Abbey Road un solo de guitarra tocado por George que debió haber formado parte del tema Here comes the sun, incluido en el álbum "Abbey Road", pero que aparentemente fue descartado a último momento. 

El famoso tema compuesto por Harrison es ya un clásico de los Fab Four. En este vídeo podemos ver cómo Dhani y Giles le muestran orgullosos su descubrimiento a un atónito Martin, quien le pregunta a su hijo: "¿Tú no sabías de esto? ¡He olvidado esto!". Se me pone la piel de gallina al escuchar la disección que hacen del tema: primero cuando cierran los demás canales y sólo escuchamos la voz de Harrison y los coros, y después cuando el solo (perdido) surge inesperadamente en esa parte archiconocida de la canción, en ese clímax, cambiándolo todo, generando inmediatamente una alucinación visual en la que Harrison improvisa en su Gibson Les Paul Gold Top del 57. No sé cuántos compartan mi emoción; después de todo es un fraseo que apenas dura 30 segundos. Supongo que sólo soy un nostálgico fanático que se emociona con migajas como esta. 

  

lunes, 30 de enero de 2012

Rescatando la primavera negra.

1. El contexto: A veces, el robo de un libro se da cuando menos lo esperas. Cuando se conjugan las condiciones ideales (por una parte, la disposición de las estanterías, al alcance de la mano debido a que la biblioteca se ha trasladado provisionalmente a un lugar muy estrecho por motivos de remodelación; y por otra, el descuido del bibliotecario, quien ingenuamente supuso que una vez satisfecho mi pedido podía irse tranquilamente a coquetear con la secretaria en la oficina de al lado), cuando todo esto se reúne, como he dicho, y además, se es un bibliocleptómano incurable, resulta que no robar  se convierte en un crimen que no podemos darnos el lujo de cometer. 

2. La metafísica: La confirmación de que el universo estaba conspirando conmigo para este robo en particular llegó cuando, al acercarme a la estantería, descubrí que se trataba de aquella que contenía las novelas en inglés que la universidad había adquirido para la Escuela de Lenguas. Pero esto no fue todo: el destino, como pronto veremos, también estuvo presente. No mentiré, no fue el primer libro sobre el que cayeron mis ojos, pero sí el segundo. Se trataba de Primavera negra de Henry Miller. ¿En dónde he visto la mano del destino? Pues en el hecho de que me encuentre leyendo El coloso de Marusi, también de Miller. ¿No es suficiente? ¿Son puras coincidencias? A mi me basta. Hace poco, conversando con un amigo que tuvo la mala suerte de iniciarse en Miller con la lectura de Sexus, concluimos que  los únicos libros de este autor que valían la pena ser leídos eran aquellos en los que el sexo no era el tema predominante, es decir, precisamente El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy y Primavera negra. Si hay un dios de los libros (si no lo hay debemos inventar uno inmediatamente), su divina voluntad quiso que se perpetre este robo, de eso no me cabe ninguna duda. 

3. La descripción del objeto: Se trata de una edición de bolsillo, de tapas suaves de color azul marino y letras grises, de la editorial Grove Press, sumamente maltratada. Una breve inspección de sus páginas me permite colegir que quien la maltrató no fue un estudiante de mi universidad, sino más bien la gente que la leyó antes de que fuera donada por el servicio cultural e informativo de la embajada de los Estados Unidos. Hay frases subrayadas y palabras encerradas en círculos, todo con lápiz, pero estas flagelaciones (que denotan a un estudiante de idiomas tratando de comprender, buscando estructuras gramaticales y aquellas palabras que no entiende) no van más allá de la página 5. 

El ejemplar en cuestión está mucho más maltratado que este, pero  igual
pongo una foto de la edición para que la descripción tenga un sustento más visual. 


4. Justificación: En todo el tiempo que este libro llevaba en mi universidad, no fue sacado de la biblioteca más de una vez. En el argot de los ladrones de libros solemos decir que en un caso como este, el libro estaba pidiendo a gritos que se lo llevasen. El libro no existe hasta que no lo lean, ese es un hecho indiscutible. Los más ortodoxos consideran que es incorrecto robar en una biblioteca, pues se trata de un lugar en el que los libros están para ser leídos gratuitamente por quienes lo deseen, y que al llevarnos uno estamos negándole ese libro a muchos otros lectores potenciales. Permítanme reírme de los ortodoxos. Seamos realistas: este libro ha sido rescatado de un polvoriento y desolador olvido. 



martes, 24 de enero de 2012

Carmen Boullosa entrevista a Roberto Bolaño.

Explicaré cómo llegué a esta entrevista: estaba leyendo El secreto del mal, de Roberto Bolaño. Llegué al cuento titulado Sabios de Sodoma y me encontré con una dedicatoria que ponía "para Celina Manzoni". Me interesé por conocer algo más de la persona a quien Bolaño dedicaba este cuento y me encontré con un libro de la misma titulado Roberto Bolaño: la escritura como tauromaquia. Se trata de una serie de ensayos y artículos que aluden a la obra del chileno, escritos por algunos de sus (amigos) contemporáneos, entre los que figuran Juan Villoro, Roberto Brodsky, Enrique Vila-Matas, Ignacio Echevarría y la misma Manzoni. Es en este texto en donde se encuentra incluida la entrevista que Boullosa le hiciera poco después de la obtención del Premio Rómulo Gallegos. A continuación la transcribo para los fieles lectores de Bolaño.




Roberto Bolaño forma parte del más selecto grupo de grandes novelistas hispanoamericanos. El Chile del golpe militar, la ciudad de México de los setentas y la primera juventud de atrabancados poetas son algunos de los escenarios recurrentes en sus narraciones, pero tratan también de otros temas: el lecho de muerte de César Vallejo, las miserias de los autores no reconocidos y situaciones y lugares más periféricos. Nacido en Chile, vivió su adolescencia en México y se mudó a España desde fines de los setentas. Como poeta, fundó con Mario Santiago el Infrarrealismo. En 1999 ganó el Premio Rómulo Gallegos que en otras fechas obtuvieron García Márquez y Mario Vargas Llosa, por su novela Los detectives salvajes, con la que también obtuvo el prestigioso Premio Herralde.

Escritor fecundo, animal literario sin concesiones, en él se cumplen felizmente los dos instintos primarios del novelista: la atracción por los hechos, y el deseo de corregirlos, de señalar en ellos el error. De México ha obtenido un paraíso mítico, de Chile el infierno de lo real, y desde Blanes, donde vive y escribe, hace purgar a ambos sus pecados. Ningún otro novelista ha sabido estar a la altura de la compleja macrópolis en que se ha convertido la Ciudad de México. Ningún otro tampoco ha visitado el horror del golpe de Estado en Chile y la Guerra Sucia con una escritura tan inteligente y mordaz. 

La plática aquí transcrita se llevó a cabo en la pantalla, entre Blanes y la Ciudad de México.

Carmen Boullosa: En Hispanoamérica, hay dos tradiciones literarias latinoamericanas que el consenso lector quiere ver como antitéticas, opuestas o francamente enemigas: la fantástica (Bioy Casares, el mejor Cortázar), y la realista (Vargas Llosa, Teresa de la Parra). También hay una superstición que quiere focalizar geográficamente al sur como un polo de fantasía, y al norte latinoamericano como un centro de realismo. Desde mi punto de vista, tú cosechas de las dos vertientes: tus novelas y narraciones son invención (fantasía), y son espejo crítico, mordaz ("realista"), de la realidad. Y yo diría, si me apego a las supersticiones, que esto se debe a que tú has vivido en las dos orillas de Latinoamérica, en Chile y en México. En las dos orillas te formaste. ¿La idea te repele, o puedes apegarte en alguna medida a ella? -Si te soy franca, a mí un costado de la idea me ilumina, pero el otro me repugna: la literatura mejor, la superior (incluyendo a Bioy y a su antípoda Vargas Llosa) tiene siempre de las dos vertientes (pues la fantasía no es sólo contar hechos fantásticos, sino utilizar la imaginación), y hay un deseo de encasillar, desde la mirada del norte, a la literatura latinoamericana como la madre de sólo una de éstas. 

Roberto Bolaño: Yo creía que era el sur, si entendemos por sur los países del llamado Cono Sur, los realistas, y los del centro y norte de Latinoamérica los fantásticos, si hemos de hacer caso a esas compartimentaciones, a las que nunca, de ninguna manera, tiene uno que hacer caso. La literatura latinoamericana del siglo XX, y probablemente también suceda lo mismo con la del siglo XXI, al menos durante los primeros treinta años del siglo XXI, se ha movido por impulsos de imitación y rechazo. Y por regla general el hombre siempre imita o rechaza los grandes monumentos, nunca las pequeñas joyas casi invisibles. Escritores que hayan cultivado el género fantástico, en el sentido más estricto, tenemos muy pocos, por no decir ninguno, entre otras cosas porque el subdesarrollo no permite la literatura de género. El subdesarrollo sólo permite la obra mayor. La obra menor es, en el paisaje monótono y apocalíptico, un lujo inalcanzable. Por supuesto, esto no significa que nuestra literatura esté repleta de obras mayores, más bien al contrario, sino que el impulso inicial sólo permite esas expectativas, que luego la misma realidad que las ha propiciado se encarga de truncar de diferentes formas. Creo que sólo hay dos países, con auténtica tradición literaria, que son Argentina y México, que a veces se sustraen de este destino. Acerca de mi obra, no sé qué decirte. Supongo que es realista. A mí me gustaría ser un escritor fantástico, como Philip K. Dick, aunque a medida que pasan los años y me hago más viejo Dick me parece, también, cada vez más realista. En el fondo, y en esto creo que estarás de acuerdo conmigo, la cuestión no reside allí sino en el lenguaje y en las estructuras, en la forma de mirar. Ah, y no tenía idea de que te gustara tanto Teresa de la Parra. En Venezuela me hablaron mucho de ella. Por supuesto, yo jamás la he leído. 

C.B.: Teresa de la Parra es una de las grandes, o de los grandes, y en cuanto la leas estarás de acuerdo conmigo. Tu respuesta en todos sentidos me ratifica que la electricidad que corre en el mundo literario hispanoamericano es bastante excéntrica. No quiero llamarla raquítica, porque de pronto suelta descargas que sí incendian un extremo al otro, pero es muy de vez en vez. Ni coincidimos en creer como cierto lo que yo consideraba un canon, ni llegó a ti antes Teresa de la Parra, tuviste que esperar a viajar a Venezuela para escuchar decir que era una de nuestros clásicos. Toda división es por supuesto arbitraria. Pensé en el Sur (el Cono Sur, y en Argentina), pensé en el trío Cortázar, Silvina Ocampo, Bioy y Borges (cuando uno cuenta autores así, debe no respetar los números: todos cuentan más que uno, por lo tanto uno es en ellos realmente ninguno), pensé en La última tiniebla de la Bombal. Es extraño, pero sólo pensaba yo en los cuentos de Cortázar, los de Bioy, los de Borges, la Bombal con esa pequeña novela, un poco temblorosa, que no sé si ganó su prestigio más por el camino del escándalo -cuando asesinó al ex amante-, Silvina con sus cuentos delirantes. Ponía al Norte a Vargas Llosa y a la gran Teresa de la Parra. Pero la cosa se complica, porque más al norte que da Rulfo y la Garro de Un hogar sólido y Los recuerdos del porvenir

R.B.: Toda división es arbitraria; no hay realismo sin fantasía, y a la inversa. 

C.B.: En tus cuentos y novelas (tal vez también en tus poemas), el lector puede rastrear los ajustes de cuentas y los homenajes con que levantas buena parte del edificio narrativo. No diría yo que son novelas en clave, sino que tal vez la clave de tu química narrativa está en la mezcla del odio y el amor hacia los hechos. ¿Cómo trabaja la mezcladora Bolaño? ¿Existe?

R.B.: No creo que haya más ajustes de cuentas en mis páginas que las de cualquier otro autor. Cuando escribo, insisto en esto a riesgo de parecer pedante (que por otra parte es probable que lo sea), lo único que me interesa es la escritura,es decir la forma, el ritmo, el argumento. Me río de algunas actitudes, de algunas personas, de ciertos quehaceres y de ciertas gravedades porque simplemente ante tamaños despropósitos, ante tamaños pavos hinchados no queda más remedio que reírse. Toda literatura, de alguna manera, es política. Quiero decir: es reflexión política y es planificación política. El primer postulado alude a la realidad, a esa pesadilla o a ese sueño bienhechor que llamamos realidad y que concluye, en ambos casos, con la muerte y con la abolición no sólo de la literatura sino del tiempo. El segundo postulado alude a las briznas que perviven, a la continuidad, a la sensatez, aunque, por supuesto, sepamos que en términos humanos, en una medida humana, la continuidad es una entelequia y la sensatez sólo una frágil verja que nos impide desbarrancarnos en el abismo. En fin, no hagas caso de nada de lo que acabo de decir. Supongo que uno escribe por delicadeza y ya está. ¿Tú por qué escribes? Mejor no me lo digas, seguro que tu respuesta es más elocuente y convincente que la mía. 

C.B.: No, no te lo digo, y no porque mi respuesta pueda ser en ninguna medida más convincente, pero lo que no puedo quedarme guardado es decirte que, si por algo no escribo, es por delicadeza. Para mí escribir es más bien sumergirse en una zona de guerra: rebanar vientres, lidiar con los residuos de los cadáveres, y luego intentar dejar vivible, bien vivito y coleando, al campo de batalla. Y eso que llamas tú "ajuste de cuentas" me parece mucho más fiero en tu obra que en la de muchos otros autores latinoamericanos. Lo que llamas "risa" ("me río", dices) es desde mis ojos de lectora una acción corrosiva, mucho más que un gesto: es la demolición. La maquinaria novelística funciona de la manera más clásica en tus libros: una fábula, una ficción convence al lector al mismo tiempo que lo hace cómplice de la demolición de aquello que el novelista re-cuenta con extrema fidelidad, utilizándolo como el telón de fondo (y la puesta en juicio) de su relato. Pero dejemos eso. Nadie que te haya leído podría desconfiar de tu fe en la escritura ("lo único que me interesa es la escritura, es decir la forma, el ritmo, el argumento"). Es evidente, es obvio y es sin duda tu imán primero ante el lector. El que quiera buscar otra cosa que no sea escritura en un libro, la pertenencia, por ejemplo, la certeza de ser parte de un club, la congregación, no se sentirá bien con tus novelas o cuentos. Como tampoco ante el Quijote, o ante Borges, o ante otros grandes de la lengua. Como lectora, jamás quiero exigirte ser juez o testigo. No quiero leer en ti la historia, la memoria de éste o aquel pasaje del pasado más o menos reciente de uno y otro rincón. De cualquier manera, afino mi provocación: pocos autores saben flirtear tan bien con pasajes concretos que podrían ser naturalezas muertas en autores "realistas" (si la etiqueta existe, usémosla por no dejar la convención), y pocos saben ser tan crueles, tan sarcásticos. Pero dejemos de lado eso. Quiero insistir en algo que no he sabido formularte: si perteneces a una tradición, ¿cómo la llamarías? ¿Dónde tiene las raíces tu árbol genealógico y hacia dónde corren sus ramas?

R.B.: La verdad es que no creo demasiado en la escritura. Empezando por la mía. Ser escritor es agradable, no, agradable no es la palabra, es una actividad que no carece de momentos muy divertidos, pero conozco otras actividades aún más divertidas, divertidas en el sentido en que para mí es divertida la literatura. Ser atracador de bancos, por ejemplo. O director de cine. O gigoló. O ser niño otra vez y jugar en un equipo de fútbol más o menos apocalíptico. Desafortunadamente el niño crece, al atracador lo matan, el director se queda sin dinero y el gigoló enferma y entonces ya no te queda más alternativa que escribir. Uso la palabra escribir como antónimo de esperar. No hay espera, hay escritura. En fin, es muy probable que me equivoque y la escritura también sea otra forma de esperar, de dilación. Me gustaría creer que no. Pero ya te digo, es muy probable que esté equivocado. Sobre mi canon, no sé, el de todos, a mí hasta me da vergüenza decirlo de tan obvio que es. Aldana, Marnique, Cervantes, los cronistas de Indias, Sor Juana, Fray Servando, Teresa de Mier, Pedro Henríquez Ureña, Rubén Darío, Alfonso Reyes, Borges, por nombrar sólo unos pocos y sin salir del territorio de nuestra lengua. Por supuesto, a mí me gustaría tener un pasado literario, una tradición, muy corta en el tiempo, en donde sólo cupieran dos, tal vez tres escritores (y puede que ningún libro), una tradición amnésica y relampagueante, pero por un lado siento un pudor excesivo con respecto a mi propia obra y por otro lado he leído demasiado (y ha habido muchos libros que me hicieron feliz) como para permitirme incurrir en tamaña barbaridad. 

C.B.: ¿Y no te parece arbitrario hacer tus padres literarios con autores exclusivamente de tu lengua? ¿O te insertas en una tradición hispana, como un caudal aparte de la literatura en otras lenguas? Si gran parte de la literatura hispanoamericana (sobre todo la prosa) está siempre en diálogo con las de otras tradiciones, me da la impresión de que esto es doblemente cierto en tu obra. 

R.B.: He nombrado autores en español, únicamente para acortar el canon. Por supuesto, no soy de esos monstruos nacionalistas que sólo leen lo que produce el terruño. Me interesa la literatura francesa, la lucha de Pascal, que siempre intuyó su muerte, contra la melancolía, me parece, ahora más que nunca, admirable. O la ingenuidad adánica de Fourier. O toda esa prosa, generalmente anónima, de autores galantes, mitad constumbristas y mitad anatomistas y que, de algún modo, desemboca en la caverna interminable que es el marqués de Sade. También me interesa la literatura norteamericana del ochocientos, sobre todo Twain y Melville, y la poesía de Emily Dickinson y Whitman. Cuando era adolescente hubo una época en que sólo leía a Poe. En fin, me interesa y creo que conozco un poco de toda la literatura occidental.

C.B.: ¿Sólo leías a Poe? Tengo la impresión de que hubo un muy contagioso virus poísta en nuestra generación, que ese escritor nos sentaba a la maravilla, fue en un momento un impronunciado Morrison, y puedo muy bien imaginarte adolescente e infectado. Pero entonces te imagino poeta, y ahora quiero saltar a tus narraciones. ¿Tú escoges tus tramas, o las tramas te persiguen a ti? ¿Cómo es la elección -si la hay- o cómo ves la persecución -si la hay? ¿Y si no hay elección ni persecución, qué es lo que ocurre? ¿El maestro de marxismo de Pinochet, y respetadísimo crítico literario chileno bautizado por ti como Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote y crítico literario, miembro del Opus Dei, o el curandero discípulo de Mesmer, o los adolescentes de Los detectives salvajes, todos ellos con algún correspondiente histórico, por qué?

R.B.: Sí, es un asunto raro lo de las tramas. Creo, con todas las reservas del caso, que en determinado momento las historias te escogen y no te dejan en paz. Afortunadamente esto no es muy importante, pues la forma, la estructura, siempre te pertenece a ti, y sin forma ni estructura no hay libro, o en la mayoría de los casos así sucede. Digamos que la historia y la trama surgen del azar, pertenecen al reino del azar, es decir al caos, al desorden, o a ese territorio permanentemente perturbado que algunos llaman apocalíptico. La forma, por el contrario, es una elección regida por la inteligencia, la astucia, la voluntad, el silencio, las armas de Ulises en su lucha contra la muerte. La forma busca el artificio, la historia el precipicio. O para decirlo utilizando una metáfora del campo chileno (muy mala, como verás): a mí no me disgustan los precipicios, pero prefiero observarlos desde un puente. 

C.B.: A las mujeres narradoras nos fastidian siempre con esta pregunta, que no resisto la tentación de sorrajártela, así sea sólo porque de tanto oír que me la han infligido se me hace una inevitable aunque no grata costumbre: ¿cuánto hay de autobiografía en tus novelas y cuentos? ¿Cuánto de autorretrato?

R.B.: De autorretrato muy poco. Un autorretrato exige una cierta voluntad, un ego que se mira y remira, un interés manifiesto por lo que uno es o ha sido. La literatura está llena de autobiografías, algunas muy buenas, pero los autorretratos suelen ser muy malos, incluso los autorretratos poéticos, que a simple vista parece una disciplina literaria más apta para el autorretrato que la narrativa. ¿Si mi obra es autobiográfica? En cierto sentido, ¿cómo podría no serlo? Toda obra, incluida la épica, en algún momento es autobiográfica. En La Ilíada estamos contemplando el destino de dos alianzas, de una ciudad, de dos ejércitos, pero también estamos contemplando el destino de Aquiles y el de Príamo y el de Héctor, y todos esos personajes, esas voces de individuos, reflejan la voz, la soledad del autor. 

C.B.: Cuando éramos poetas jóvenes, adolescentes, y compartíamos una misma ciudad (la México de los setentas), tú eras el líder de un grupo de poetas, los infrarrealistas, que has convertido en mito en tu novela Los detectives salvajes. Háblanos un poco de los infrarrealistas, de la poesía para los infrarrealistas, de la ciudad de México para los infrarrealistas. 

R.B.: El infrarrealismo fue una especie de Dadá a la mexicana. En algún momento hubo mucha gente, no sólo poetas, sino pintores y sobre todo vagos y ociosos, que se consideraron a sí mismos como infrarrealistas, pero en realidad el grupo sólo lo integrábamos dos personas, Mario Santiago y yo. Ambos nos vinimos a Europa en 1977. Después de algunas aventuras desastrosas, una noche en la estación de trenes de Port Vendres, en el Rosellón, muy cerca de Perpignan y de la estación de trenes de Perpignan, decidimos que el grupo como tal se había acabado. 

C.B.: Se acabaría para ustedes, pero en nuestra memoria quedó muy vivo. Eran el terror del mundo literario. Yo entonces formaba parte de los solemnes (mi mundo estaba tan desarticulado y sin columna que me era imprescindible asirme a algo rígido), me gustaban los formularios de lecturas de poesía, cócteles, esas cosas absurdas llenas de códigos que de alguna manera me sujetaban, y ustedes eran los terroristas también de estos formularios. Antes de comenzar mi primera lectura de poemas, en la Librería Gandhi, en el remoto año de 1974, me encomendé a Dios -en quien no creía por lo regular, pero a quien tenía que pedírselo- para que por favor no fueran a aparecer los infras. Pasé la noche anterior con urticaria en la cara, una dermatitis nerviosa, con la que me convencí de que no podría dar la lectura: me vi al espejo, por ahí de las 4 de la mañana, y tenía alrededor de mi boca unos falsos labios enormes, rojos, rojos, de payaso. Me daba horror leer en público -me parecía que eso era verdaderamente de payasos-, pero al temor de la tímida se pegaba el pánico del ridículo: los infras podrían aparecer, irrumpir a media sesión y llamarme tonta (que vaya que lo era, no había entonces conseguido armar un poema decente, por más que los 'sintiera' a todos muchos, o que los laborara como una loca, nomás no daba aún en el clavo). Ustedes estaban ahí para convencer al medio literario de que no podíamos tomarnos en serio con lo que no era legítimamente serio, que en la poesía -desdiciendo el dicho chileno- de lo que se trataba era precisamente de aventarse a precipicios. Vuelvo al Bolaño ya con obra, y dejo atrás al terrorista de las buenas costumbres: Tú eres un narrador narrativo -no imagino a nadie calificando a tus novelas de 'novelas líricas'-, y eres también un poeta, un poeta activo. ¿Cómo concilias estos dos oficios?

R.B.: Nicanor Parra dice que la buena novela está escrita en endecasílabos. Bueno, Harold Bloom dice que la mejor poesía del siglo XX está escrita en prosa. Yo me quedo con ambos. Por otra parte me cuesta un poco -qué más quisiera yo- considerarme un poeta activo. Entiendo como activo al que escribe poemas. Los últimos que yo hice te los envié a ti y me temo que eran malísimos, aunque por supuesto tú me mentiste con gran consideración y delicadeza. No sé. Algo pasa con la poesía. Lo importante, en cualquier caso, es que sigo leyéndola. Es más importante eso que escribirla, ¿no? En realidad leer siempre es más importante que escribir. 

C.B.: Por mi parte, me adhiero a la aseveración última de esta charla con Roberto Bolaño (y desmiento que tenga poemas malísimos): leer es más importante que escribir. Leer, por ejemplo a Roberto Bolaño. Si alguien cree que la literatura hispanoamericana no pasa por un momento de esplendor, basta pasar por sus páginas para caer en desmentido. Con Bolaño, la literatura, esa inexplicable hermosa bomba que detona y destruyendo construye, se siente orgullosa ante uno de sus mejores nacidos. 

"Bolaño", de Alexandra Zamorano, 1998.

viernes, 20 de enero de 2012

Encuentro con el Pájaro.

—¡Buenos días, señor Pájaro! 
Hola, ¿cómo te va? 
Ahí, en medio de unos trámites burocráticos, usted sabe como son las cosas en este país. 
Claro, claro. 
No estaba seguro de si usted era usted. Es un gusto enorme conocerle en persona. Soy un gran admirador de su obra. Lo leo semana tras semana en El Universo, cada mes en Mundo Diners y he leído un par de sus libros y los he disfrutado mucho. 
Gracias m'hijo. 
¿Puede firmarme un autógrafo? Por aquí tengo un esfero y... Sí, y esta agenda. 
Con gusto m'hijo. ¿Para quién te lo firmo? 
Andrés Borja, gracias. 
—¿No serás, por si acaso, nieto del narizón? 
No, no.
—Bueno, veamos... Con afecto, para... Andrés... en nuestro encuentro... casual... y fortuito. Pájaro Febres Cordero. Ya está, aquí tienes.
Muchísimas gracias, señor Pájaro. ¿Puedo decirle Pájaro? 
Por supuesto, m'hijo.
Bueno, entonces ¡que le vaya bien señor Pájaro! 
—¡Y que te vaya bien también, m'hijo! ¡Suerte con la burocracia y cuidaráste del excelentísimo señor presidente de la República!




Nota aclaratoria: Este encuentro ocurrió sólo en la imaginación del autor, mientras el mismo observaba, absorto, al Pájaro Febres Cordero sacar plata de un cajero automático. Mientras el cerebro del autor construía este diálogo ideal (cambiando una y otra vez la frase inicial), el Pájaro guardaba su tarjeta de débito en su billetera y se alejaba del cajero acompañado de su señora esposa. La incapacidad del autor para reaccionar adecuada y oportunamente, llevando a la realidad su fantasía, se debe sobre todo a su extrema timidez y a su tendencia a sobrepensar todo antes de actuar. El autor se arrepentirá y se culpará por este fracaso hasta el final de sus días. 




viernes, 6 de enero de 2012

El mal de Vila-Matas.

"Les mains de Paul Arma", foto de André Kertész.
Aparece en la portada de El mal de Montano, Editorial Anagrama, Colección Compactos.

Leer a Vila-Matas me está llegando a la cabeza. Eso por buscar culpables. Escribir en un blog suele servir para deshacerse de una obsesión; el acto de escribir es en sí mismo la purga de una idea que se ha vuelto omnipresente y que no nos deja vivir en paz, atormentándonos. Bien, el asunto es el siguiente: hasta hace un tiempo no tenía ningún problema en ser invadido por este tipo de ideas -hasta se podría decir que vivir con ellas se había vuelto mi estilo de vida- y un blog (alguna vez un cuento) era el espacio más adecuado para librarse de ellas. Sin embargo, de un tiempo a esta parte (hará un mes, según mis cálculos), siento que de pronto estas ideas ya no me visitan. Probablemente sí me visiten, pero yo ya no soy capaz de obsesionarme con ellas, lo que las vuelve inocuas. Sin ideas invasoras apremiantes, sin capacidad para dejar que me envuelvan y me absorban, no puedo escribir más; simplemente no tengo sobre qué escribir. 

¿Por qué me preocupa haber perdido esta capacidad, que bien podría ser considerada una maldición? Ser asaltado por ideas que no le dejan a uno en paz -que ocupan todos sus pensamientos y alteran su percepción de la realidad- no parecería demasiado deseable. Es, a primera vista, una condición incapacitante. Pero no para mí (But not for me, que diría Chet Baker, favorito de Vila-Matas). Yo necesito de estas ideas no sólo para escribir (escribir, por lo demás, es un proceso secundario), sino para vivir, para dotar de sentido a los días. Mi nuevo estilo se ha vuelto exasperante: me levanto muy tarde, lo más tarde posible, y me paso el resto del día deambulando por la casa sin poder pensar en nada, sin fijar mi atención en nada, ni siquiera en mí mismo. Leo un par de horas, veo una o dos películas, navego por la red. Nada en mis lecturas, ni en las películas, ni en Internet me atrapa, ergo no tengo nada para escribir.

Quiero pensar que se trata de un estado pasajero, una fase que se mantiene debido a determinadas circunstancias, pero es más fácil pensar que todo esto no es más que una nueva idea obsesiva -sobre mi incapacidad para obsesionarme- y que mientras no escriba al respecto no me curaré y no me libraré de sus efectos paralizantes. Paralizantes porque esta situación me ha convertido en lo que Vila-Matas llama un "ágrafo trágico". No sé si la condición se pueda comparar al clásico "bloqueo del escritor". El asunto es que nada me atormenta, ningún tema me persigue ni me compele a sentarme y traducirlo en palabras, en ideas vagas que lo distorsionen pero lo asienten y de esta forma librarme de él. Ninguno excepto este. Es decir, el hecho de que ningún tema me obsesione. Obsesionarse con respecto a una incapacidad para obsesionarse. No tengo remedio.

Todo esto es muy Vila-Matas y por eso le he hechado la culpa. Estoy por terminar de leer "El mal de Montano", la metanovela del escritor barcelonés, ganadora del Premio Herralde en 2002. La he llamado metanovela porque además del clásico cruce de géneros vilamatiano (pasamos por el diario íntimo, el ensayo literario, la autoficción, y otros, inclasificables), en esta ocasión se habla, a partir del segundo capítulo, sobre la misma escritura de la novela: sobre su proceso, sus razones de ser, las circunstancias que inspiraron ciertos párrafos, las consecuencias de los mismos, todo sobre la marcha, y es esta descripción la que compone la trama fundamental (si es que se puede decir que hay una trama). Nunca estamos del todo seguros de quién es el autor, pues muta incesantemente a lo largo de la novela y nos revela que lo que contó en el capítulo anterior era ficción (y lo mismo capítulo tras capítulo). Lo único que se mantiene intacto es su enfermedad, el mal de Montano, la cual se puede definir como la condición en la cual un individuo está enfermo de literatura. Onetti la llamó literatosis. Gabriel Ferrater dijo que quienes la sufrían se llaman letraheridos. Y probabemente haya recibido más nombres a lo largo de la histroria. Vila-Matas siente que está enfermo de literatura y por eso escribe esta novela, en la que descarga y agota el tema para intentar curarse. Lo lamentable de esta condición es que escribir -único recurso al alcance de quienes la sufren- sólo sirve para empeorar los síntomas. 

El mal de Montano es todo lo contrario al mal de Bartleby, abordado en otra novela de Vila-Matas, y que consiste en la incapacidad de un escritor para seguir escribiendo, una renuncia a la literatura que a veces es voluntaria y que obedece a motivos que por lo general son elevados (por ejemplo, considerar que ya todo lo que valía la pena ser escrito ha sido escrito). Yo no sufro de ninguno de los dos, no de momento. Sufro de otra condición que llamaré el mal de Vila-Matas. Y no porque Enrique sea ejemplo ni culpable directo de lo que me sucede, sino por simple capricho y porque suena bien. Está bien, no sólo por eso. Quizás es porque sus obsesiones se están volviendo mis obsesiones; mis únicas obsesiones. Quizás es porque desde que lo leo, me voy apropiando de sus ideas y de su estilo, lo voy incorporando a mí y eso me permite escribir, aunque sólo sea sobre mi incapacidad para escribir. Aunque sólo sea sobre mi obsesión de no poder obsesionarme.