De izquierda a derecha y de arriba abajo: Harold Bloom, J.M. Coetzee, Aldous Huxley y Natalia Ginzburg. |
A los expertos en la obra de
Archimboldi (en la primera parte de la novela cumbre de Roberto Bolaño, 2666)
se les cuestiona en un momento de la trama: "[…] ¿hasta qué
punto alguien puede conocer la obra de otro?"**. Pelletier, Morini,
Espinoza y Norton son críticos literarios que han estudiado la obra de Benno
von Archimboldi a fondo; conocen cada una de sus novelas, las han leído y
releído incontables veces, han escrito al respecto y asisten a congresos
internacionales de literatura en donde dan conferencias sobre la obra
archimboldiana. Pero, ¿podrían proclamar, sin miedo a equivocarse, que conocen
la obra del alemán? Ellos no son bluffers culturales. Ellos
saben de lo que están hablando y tienen todo el derecho de hacerlo. Se han
sumergido en la obra de su ídolo como pocos. Pero, ¿la conocen de verdad? La
pregunta queda sin respuesta. El siguiente fragmento de la novela de Bolaño
explica impecablemente los problemas de esta imposibilidad:
–A mí, por ejemplo, me apasiona la obra de Grosz
–dijo indicando los dibujos de Grosz colgados de la pared–, ¿pero conozco
realmente su obra? Sus historias me hacen reír, por momentos creo que Grosz las
dibujó para que yo me riera, en ocasiones la risa se transforma en carcajadas,
y las carcajadas en un ataque de hilaridad, pero una vez conocí a un crítico de
arte a quien le gustaba Grosz, por supuesto, y que sin embargo se deprimía
muchísimo cuando asistía a una retrospectiva de su obra o por motivos profesionales
tenía que estudiar alguna tela o algún dibujo. Y esas depresiones o esos
períodos de tristeza solían durarle semanas. Este crítico de arte era amigo
mío, aunque nunca habíamos tocado el tema Grosz. Una vez, sin embargo, le dije
lo que me pasaba. Al principio no se lo podía creer. Luego se puso a mover la cabeza de un lado a
otro. Luego me miró de arriba abajo como si no me conociera. Yo pensé que se
había vuelto loco. Él rompió su amistad conmigo para siempre. Hace poco me
contaron que aún dice que yo no sé nada sobre Grosz y que mi gusto estético es
similar al de una vaca. Bien, por mí puede decir lo que quiera. Yo me río con
Grosz, él se deprime con Grosz, ¿pero quién conoce a Grosz realmente?***
La señora
Bubis, autora del comentario anterior, tampoco es una bluffer cultural,
o quizás lo es, pero admite su condición; se dá cuenta de que sus impresiones
con respecto a la obra de determinado autor no son suficientes para declarar
que la conoce. Hay una limitación fundamental en nuestro intento por
interpretar el arte, y debemos admitirla. Hay un abismo (¿insalvable?) entre
nosotros (como público) y el autor/artista. Pero seguimos alimentándonos de sus
obras, y aunque objetivamente nunca lleguemos a conocerlas, en el
estricto sentido del término, las disfrutamos igual. El problema está en
pretender conocer dichas obras al hablar sobre ellas.
Usamos los nombres de autores de los
que apenas sabemos eso, sus nombres, y a veces, solo a veces, un libro leído,
una película vista una sola vez, un cuadro mirado de pasada, y nos declaramos
expertos en su obra. Es verdad, no lo hacemos expresamente, pero sí de manera
tácita al atrevernos a hablar o comentar dicha obra. No tenemos derecho. Quizás
como críticos de arte (como el amigo de la señora Bubis) tengamos cierta
licencia, un título y algunos estudios que nos avalan, que nos conceden ese
derecho de manera oficial. En esa posición, uno tendría más derecho a hablar o
comentar, pero el abismo sigue siendo abismo y no hay manera de reducir su
vastedad.
Dos certezas: a) es tan fácil hablar de
aquello que no conocemos. Y b) conocer una o dos obras de un autor equivale a
no conocer nada. Pero como ya hemos visto, aun conociéndolas todas a cabalidad,
seguimos sin conocer su obra realmente. (Esa podría ser una
tercera certeza.) Sin embargo, hacerse pasar por conocedores de las obras de
diversos autores es una práctica harto extendida hoy en día. En un intento por
abofetear al adversario con nuestras referencias culturales, mencionamos cierto
libro (o cuadro, o tema musical, o película, o cualquier forma de arte,
realmente) y entonces nos sentimos vencedores. A veces, incluso citar es ya bluffear culturalmente,
dependiendo de quién cite.
Tratar de escapar de esta condición de bluffers no
es fácil. De hecho, es parte esencial del proceso de formación de un estudiante
universitario (sobre todo en carreras sociales o vinculadas con las artes) o de
un artista pecar de bluffing de vez en cuando, hasta alcanzar
cierto nivel, cierto estatus. El ideal sería ir adquiriendo más bagaje cultural
a medida que progresamos, absteniéndonos en lo posible de hablar u opinar de
ciertos autores mientras no tengamos un conocimiento más o menos cabal y
formado de su obra. Para algunas personas (los cultosos por naturaleza) esto
significaría dejar de hablar en absoluto. Intentarlo es ponerse a prueba, un
reto complicadísimo que requiere mucho esfuerzo y sobre todo autocontrol, pero
es un ejercicio que nos vuelve más honestos, incluso con nosotros mismos, con
respecto a aquello que conocemos.
Suficiente. No nos engañemos, el bluff cultural
es inevitable, se da a todo nivel, en todo lugar. Internet está lleno de bluffing.
Sin ir más lejos, ¿qué mejor muestra de bluffing cultural que
un blog? Cuando detrás de la razón de ser de un blog se ocultan todavía deseos
de exhibicionismo (adquiridos y amplificados en las redes sociales), todas sus
entradas serán intentos por demostrar al mundo que el autor conoce sobre tal o
cual tema. Y cuando los principales temas tratados en un blog hacen referencia
al arte… Bueno, se entiende el punto, ¿no? Es probable que el bluff cultural
sea un mal propio de la modernidad o de la posmodernidad; un sociólogo me
podría ayudar a aclarar esta duda. De todas formas, está aquí, y aunque soy
partícipe del mismo, no me canso de criticarlo.
*Quienes conozcan la obra de Julio Cortázar (aunque sea de manera somera) se darán cuenta del bluff que el título de esta entrada representa en sí mismo.
**Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona:
Editorial Anagrama, 2004; pp. 37 (los signos de interrogación son míos).
***Ibid.
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