jueves, 17 de noviembre de 2011

Del bluff cultural (y sus alrededores)*.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: 
Harold Bloom, J.M. Coetzee, Aldous Huxley y  Natalia Ginzburg. 



A los expertos en la obra de Archimboldi (en la primera parte de la novela cumbre de Roberto Bolaño, 2666) se les cuestiona en un momento de la trama: "[…] ¿hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro?"**. Pelletier, Morini, Espinoza y Norton son críticos literarios que han estudiado la obra de Benno von Archimboldi a fondo; conocen cada una de sus novelas, las han leído y releído incontables veces, han escrito al respecto y asisten a congresos internacionales de literatura en donde dan conferencias sobre la obra archimboldiana. Pero, ¿podrían proclamar, sin miedo a equivocarse, que conocen la obra del alemán? Ellos no son bluffers culturales. Ellos saben de lo que están hablando y tienen todo el derecho de hacerlo. Se han sumergido en la obra de su ídolo como pocos. Pero, ¿la conocen de verdad? La pregunta queda sin respuesta. El siguiente fragmento de la novela de Bolaño explica impecablemente los problemas de esta imposibilidad:

–A mí, por ejemplo, me apasiona la obra de Grosz –dijo indicando los dibujos de Grosz colgados de la pared–, ¿pero conozco realmente su obra? Sus historias me hacen reír, por momentos creo que Grosz las dibujó para que yo me riera, en ocasiones la risa se transforma en carcajadas, y las carcajadas en un ataque de hilaridad, pero una vez conocí a un crítico de arte a quien le gustaba Grosz, por supuesto, y que sin embargo se deprimía muchísimo cuando asistía a una retrospectiva de su obra o por motivos profesionales tenía que estudiar alguna tela o algún dibujo. Y esas depresiones o esos períodos de tristeza solían durarle semanas. Este crítico de arte era amigo mío, aunque nunca habíamos tocado el tema Grosz. Una vez, sin embargo, le dije lo que me pasaba. Al principio no se lo podía creer. Luego se puso a mover la cabeza de un lado a otro. Luego me miró de arriba abajo como si no me conociera. Yo pensé que se había vuelto loco. Él rompió su amistad conmigo para siempre. Hace poco me contaron que aún dice que yo no sé nada sobre Grosz y que mi gusto estético es similar al de una vaca. Bien, por mí puede decir lo que quiera. Yo me río con Grosz, él se deprime con Grosz, ¿pero quién conoce a Grosz realmente?***

La señora Bubis, autora del comentario anterior, tampoco es una bluffer cultural, o quizás lo es, pero admite su condición; se dá cuenta de que sus impresiones con respecto a la obra de determinado autor no son suficientes para declarar que la conoce. Hay una limitación fundamental en nuestro intento por interpretar el arte, y debemos admitirla. Hay un abismo (¿insalvable?) entre nosotros (como público) y el autor/artista. Pero seguimos alimentándonos de sus obras, y aunque objetivamente nunca lleguemos a conocerlas, en el estricto sentido del término, las disfrutamos igual. El problema está en pretender conocer dichas obras al hablar sobre ellas.

Usamos los nombres de autores de los que apenas sabemos eso, sus nombres, y a veces, solo a veces, un libro leído, una película vista una sola vez, un cuadro mirado de pasada, y nos declaramos expertos en su obra. Es verdad, no lo hacemos expresamente, pero sí de manera tácita al atrevernos a hablar o comentar dicha obra. No tenemos derecho. Quizás como críticos de arte (como el amigo de la señora Bubis) tengamos cierta licencia, un título y algunos estudios que nos avalan, que nos conceden ese derecho de manera oficial. En esa posición, uno tendría más derecho a hablar o comentar, pero el abismo sigue siendo abismo y no hay manera de reducir su vastedad.

Dos certezas: a) es tan fácil hablar de aquello que no conocemos. Y b) conocer una o dos obras de un autor equivale a no conocer nada. Pero como ya hemos visto, aun conociéndolas todas a cabalidad, seguimos sin conocer su obra realmente. (Esa podría ser una tercera certeza.) Sin embargo, hacerse pasar por conocedores de las obras de diversos autores es una práctica harto extendida hoy en día. En un intento por abofetear al adversario con nuestras referencias culturales, mencionamos cierto libro (o cuadro, o tema musical, o película, o cualquier forma de arte, realmente) y entonces nos sentimos vencedores. A veces, incluso citar es ya bluffear culturalmente, dependiendo de quién cite.

Tratar de escapar de esta condición de bluffers no es fácil. De hecho, es parte esencial del proceso de formación de un estudiante universitario (sobre todo en carreras sociales o vinculadas con las artes) o de un artista pecar de bluffing de vez en cuando, hasta alcanzar cierto nivel, cierto estatus. El ideal sería ir adquiriendo más bagaje cultural a medida que progresamos, absteniéndonos en lo posible de hablar u opinar de ciertos autores mientras no tengamos un conocimiento más o menos cabal y formado de su obra. Para algunas personas (los cultosos por naturaleza) esto significaría dejar de hablar en absoluto. Intentarlo es ponerse a prueba, un reto complicadísimo que requiere mucho esfuerzo y sobre todo autocontrol, pero es un ejercicio que nos vuelve más honestos, incluso con nosotros mismos, con respecto a aquello que conocemos.

Suficiente. No nos engañemos, el bluff cultural es inevitable, se da a todo nivel, en todo lugar. Internet está lleno de bluffing. Sin ir más lejos, ¿qué mejor muestra de bluffing cultural que un blog? Cuando detrás de la razón de ser de un blog se ocultan todavía deseos de exhibicionismo (adquiridos y amplificados en las redes sociales), todas sus entradas serán intentos por demostrar al mundo que el autor conoce sobre tal o cual tema. Y cuando los principales temas tratados en un blog hacen referencia al arte… Bueno, se entiende el punto, ¿no? Es probable que el bluff cultural sea un mal propio de la modernidad o de la posmodernidad; un sociólogo me podría ayudar a aclarar esta duda. De todas formas, está aquí, y aunque soy partícipe del mismo, no me canso de criticarlo.


*Quienes conozcan la obra de Julio Cortázar (aunque sea de manera somera) se darán cuenta del bluff que el título de esta entrada representa en sí mismo. 

**Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona: Editorial Anagrama, 2004; pp. 37 (los signos de interrogación son míos).

***Ibid. 

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